domingo, 1 de julio de 2012

The Date V: -5

Aunque sus famosas composiciones de “Descabezados”, como los había bautizado la prensa, habían dejado de resultar originales desde hacía unos años, aún tenía encargos de clientes de todas partes del mundo, que habían visto alguno de sus trabajos decorando las paredes de un restaurante de moda, un bar de copas o un bufete de abogados. Además, su reputación de gran profesional y su extraña personalidad atraía a todo tipo de personas que requerían sus servicios en fiestas o eventos importantes, o simplemente para encargar retratos de sus seres queridos. Vivía desahogadamente y por consejo de Marta, que para su sorpresa se había convertido en lo más parecido a una amiga después de Natalia, se había mudado a un piso más grande y céntrico, a pocos metros de su estudio.

Sentada en su despacho, se disponía a poner orden en el caos que reinaba sobre su mesa, porque a pesar de la insistencia de la galerista, no estaba dispuesta a contratar a una asistente que le ayudara con el papeleo. El intenso calor de julio no le impedía vestir una camisa de manga larga que ocultaba los tatuajes de sus brazos, cada vez más numerosos. No se avergonzaba de ellos, pero se había dado cuenta de que la gente prestaba más atención a la lectura de las fechas que a sus propias palabras, así que procuraba esconderlos bajo una capa de ropa.

El teléfono la obligó a abandonar su tarea antes incluso de que hubiera tenido tiempo para acometerla.

-Buenos días. Estudio de Diana Vélez. ¿En qué puedo ayudarle? –contestó mecánicamente.

-Diana, ¿eres tú?

Hubiera reconocido aquella voz incluso en una discoteca atestada de gente y con la música a todo volumen. Hacía poco más de ocho años que no la escuchaba, pero podían haber sido cien y seguiría sintiendo la misma presión en el estómago que la última vez que hablaron. Sin embargo, no estaba dispuesta a mostrar debilidad alguna.

-Sí, soy Diana Vélez. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

-¿No me conoces? Soy yo, Juan. El hermano de Natalia.

-¡Juan! ¡Cuánto tiempo! –exclamó con fingida sorpresa-. Ni me acuerdo de la última vez que nos vimos.

-Si no me equivoco, fue en vuestra ceremonia de imposición de becas en el instituto.

-Tienes razón… ¿Cuánto hace de eso? ¿Diez años, nueve?

-Ocho años. Debes odiarme por no haberte llamado en todo este tiempo. He estado ocupado. Mucho trabajo y… supongo que Natalia te tendrá al día.

-Por supuesto que me tiene al día… y por supuesto que no te odio. Son cosas que ocurren. Nos hacemos mayores, tenemos más responsabilidades…

-Sobre todo tú, que te has convertido en una artista famosa.

-No es para tanto, ni que saliera en la tele todos los días.

-No seas tan modesta. Has llegado muy lejos, pero no me sorprende. Siempre pensé eras la chica con más talento de todo el pueblo. Esto se te había quedado pequeño…

-Pero supongo que no me llamas para decirme eso –atajó. No estaba dispuesta a oír ni un solo cumplido de sus labios.

-No, tienes razón. Se trata de Natalia. De buenas a primeras dejó su trabajo y apareció con una mochila en la puerta de la casa de mis padres. Lleva varios días encerrada en su antiguo dormitorio, con las ventanas cerradas y las persianas bajadas, en la más absoluta oscuridad. No quiere comer, apenas duerme y llora casi todo el tiempo. Hemos intentado hablar con ella, le hemos rogado que nos explique qué le ocurre. Pero la única frase que ha articulado y que repite una y otra vez es que debe hablar contigo. Por favor, tienes que ayudarnos, es mi hermana y no puedo soportar verla en ese estado –Diana sintió como la espesa capa de hielo que había acumulado a lo largo de todos esos años se derretía en segundos al escuchar como al otro lado del teléfono, Juan rompía en sollozos.

-No te preocupes. Ahora mismo cierro el estudio, cojo el coche y en un par de horas estoy allí. Ya verás como todo se arregla. Te lo prometo.

-Pero ¿por qué se comporta así? Tú sabes algo, ¿verdad?

-No tengo ni la más remota idea de la causa de su extraño comportamiento –mintió-. Pero haré todo lo que esté en mi mano para ayudarla.


*     *     *


Antes de llegar a la autopista, se había saltado cuatro semáforos, un ceda el paso y un stop. Una vez allí, pisó el acelerador a fondo y decidió no levantar el pie hasta llegar a su destino.

“Sería irónico que mi Cita estuviera programada para hoy, justo cuando se supone que voy a ayudar a mi amiga a aceptar que la suya se acerca inexorablemente”.

Sorteaba los coches a golpe de volante, poseída por una inexplicable euforia. Cuando llegara a casa de Natalia sabía que la culpa volvería a carcomerla por dentro. Llevaba tantos años soportando su voraz mordedura que temía estar ya hueca por dentro. Pero en esos instantes todo lo que podía sentir era una libertad salvaje y desafiante. El miedo que habitaba como un parásito dentro de su mente había desaparecido casi por completo, ahogado por la descarga de adrenalina que le producía aquella mezcla de velocidad y peligro. Ahora entendía por qué Natalia había decidido dedicarse profesionalmente a arriesgar su vida. Era mucho mejor que el alcohol, mejor que cualquier droga que hubiera probado, que tan sólo embotaban sus sentidos durante unas horas, y que hacían que al recuperar la conciencia su secreto pesara aún más que cuando se hallaba sobria y despejada. Afortunadamente, lo había descubierto antes de llegar al punto sin retorno del que nadie regresa.


*     *     *


Diana inspiró profundamente antes de llamar a la puerta. Llevaba diez años preparándose para ese momento, y aunque lo había imaginado más de mil veces, aunque había memorizado y repetido las palabras que debía pronunciar y los gestos con los que debía acompañarlas hasta la saciedad, se dio cuenta de que todo había sido una pérdida de tiempo. Allí estaba ella, a punto de confirmar lo que siempre había sospechado: que su maldición alcanzaba a cualquiera que compartiera su secreto.

Reuniendo el poco valor que le quedaba, llamó a la puerta suavemente. No obtuvo respuesta alguna, así que golpeó con más fuerza. El resultado fue el mismo.

-¡Natalia! Ábreme, por favor. Soy Diana. Didi. He venido a verte.

Pocos segundos después, oyó un click en la cerradura. Esperó unos instantes y abrió la puerta despacio. Tuvo que llevarse la mano a la nariz, debido al fuerte olor que se había instalado en la habitación. Cerró la puerta tras de sí, y se dirigió a la ventana a tientas, sin más lazarillo que los recuerdos acumulados tras años de jugar a “tinieblas” con su mejor amiga. Enseguida encontró su objetivo, descorriendo las cortinas, subiendo la persiana y abriendo la ventana de par en par.

La luz del sol iluminó la estancia, y todos los momentos vividos en aquel dormitorio la transportaron a su infancia más feliz, antes de su primera “excursión” al cementerio. A su izquierda, la cómoda y el espejo que hacían las veces de tocador, donde jugaban a maquillarse y a ser modelos o actrices. La enorme mesa que utilizaban para dibujar o estudiar seguía apoyada sobre la pared lateral. Frente a ella, las estanterías flanqueaban la puerta, atestadas de muñecas, cds, libros y cuentos que solían leer tiradas en el suelo, sus cabezas juntas para poder admirar las ilustraciones. El armario empotrado cubría prácticamente la totalidad de la pared perpendicular a las estanterías. A su derecha, la cama cubierta de peluches, su lugar preferido para hacer confidencias amparadas en la aparente intimidad de una cúpula de sábanas. Todo seguía tal y como lo recordaba, a excepción de las fotografías que adornaban los estantes, de las que no quedaba rastro alguno.

-¿Qué has hecho? Nadie te ha pedido que la abras –siseó una voz desde el hueco que separaba el armario de la cama.

-Por Dios, Natalia, el aire era irrespirable. Podías haberte quedado sin oxigeno, podías haber…

-¿Muerto, quizá? –la interrumpió secamente, escupiendo cada palabra-. ¿Cuánto te apuestas a que no?

Merecía todos los desprecios que le dirigiera su amiga. Se acercó a ella y sintió que hasta su propio miedo se encogía ante la visión de Natalia. O más bien de lo que quedaba de ella. La chica atlética de piel morena, ojos brillantes y sonrisa fácil se había convertido en un fantasma de huesos afilados, piel cetrina y oscuros cercos violáceos bajo los ojos de mirada vacía. Su boca se torcía en una mueca de dolor y había restos de sangre seca en sus labios y uñas. Sobre la enrojecida piel de la frente, tan cubierta de arañazos que parecía haber sido frotada con el más recio guante de crin, podía ver con total claridad la fecha de la muerte de su amiga. Los números habían aumentado en tamaño y brillo, permitiéndole comprobar que, tal y como sospechaba, la borrachera no la había inducido a error y menos de cinco años separaban a su mejor amiga de su Cita.

-¿Por qué me mentiste? –preguntó en tono cansado-. ¿Por qué dijiste que no te acordabas de nada de lo que habíamos hablado aquella noche?

-¿Qué hubiese cambiado? Plantaste la semilla del temor en mi cabeza, y nada de lo hubieras hecho le habría impedido crecer.

-¿Y si te dijera que todo fue una broma? –Diana forzó una sonrisa cómplice.

-No te molestes. Desde el momento en que te vi sobre mí, con aquella mirada concentrada supe que no se trataba de una broma. Después intenté convencerme de que los demás tenías razón y eras una tarada, que tal vez tú pensabas que veías esos números pero que en realidad no estaban ahí. Pero te conocía demasiado como para saber que, aunque fueras la chica más rara que he conocido en toda mi vida, no estás loca.

-Uno de estos días no resistiré más y tendrán que ingresarme en el manicomio –esta vez la sonrisa surgió espontáneamente, cobijada en la reconfortante y egoísta sensación de que al menos una persona en este mundo entendía su dolor-. Debías habérmelo contado. Durante los dos años que nos quedaban en el instituto sólo nos veíamos para ir al cine o ver una película de video. Nunca hablábamos, no al menos como lo hacíamos antes de la fiesta. Y después te marchaste a la universidad, asegurándote de que estuviera tan lejos del pueblo que no pudieras venir los fines de semana, y evitándome cuanto podías durante las vacaciones con la excusa de tus estudios. Luego te buscaste un trabajo que te obligaba a viajar de un lado para otro, y tuve que conformarme con aquellas cartas mensuales que más bien parecían reportajes del National Geografic. Si me lo hubieras dicho, habría podido ayudarte, habrías tenido a tu lado a alguien que comprendiera lo que te ocurría.

-En primer lugar, a ti tampoco se te pasó por la cabeza volver a sacar el tema. Te limitaste a conformarte con lo que yo te ofrecía. Y en segundo lugar, no te equivoques. Tú eres la única persona que sabe lo que me pasa, sin embargo no puedes comprenderme –Diana intentó abrir la boca para protestar, pero su amiga le hizo un brusco gesto para indicarle que se callara-. ¿Crees que soy tonta? Tanto flequillo, tantos pañuelos y gorros, esa manía de evitar los espejos… ¿Cómo puedes decir que me comprendes si no has tenido el valor de enfrentarte a la muerte?

La verdad golpeó a la joven en la boca del estómago, con toda la dureza contenida en los amargos reproches de su amiga.

-Nunca debí decírtelo… Tenía que haberme callado…

-Mira, ahora no quieras echarte toda la culpa. Fui yo la que llevó el ron a la fiesta, quien te preguntó, quien insistió y hasta te presionó para que contestaras. La de tonterías que se hacen con quince años –Natalia trato de echarse a reír, pero de su garganta sólo salió un sonido ronco y ahogado.

-Déjame ayudarte –insistió Diana.

-¿Y cómo piensas hacer eso?

-Puedes venirte a vivir a mi casa, a la ciudad. Allí hay muchos lugares que visitar, mucha gente a la que conocer. Estarías entretenida.

-Entretenida. Me quedan menos de cinco años de vida y tú pretendes entretenerme.

-No quería que sonara frívolo. Debes darte cuenta de que si no superas esto habrás desperdiciado el resto de tu vida –Diana hizo una pausa para tomar aire, preparándose para lo que estaba a punto de decir-. Si te hace sentir mejor, miraré mi propia fecha.

-¿Lo harías? –preguntó Natalia, visiblemente sorprendida.

-Has sido la única amiga que he conocido, y aunque en tu opinión ambas somos responsables de lo que ocurrió aquella noche, te lo debo. Tienes razón. No puedo ni imaginarme por lo que habrás pasado. Es lo menos que puedo hacer por ti.

Le tendió la mano a su amiga, quien la aceptó y se levantó, aunque no sin esfuerzo. Las piernas le temblaban y apenas la sostenían, por lo que Diana pasó el brazo de Natalia por los hombros y le agarró con fuerza la cintura. Robando centímetros a la distancia que las separaba del tocador de su amiga, avanzaron la una junto a la otra con lentitud, aunque a la joven se le antojó que incluso así, se dirigían demasiado rápido hacia el momento que había tratado de evitar toda su vida.

Ambas se sentaron en el banco forrado de terciopelo rosa y contemplaron su imagen en el espejo. Las niñas que aún vivían en su interior no reconocían a aquellas dos jóvenes de mirada cansada y triste. Y para confirmarlo, desde una esquina del espejo, una fotografía algo arrugada y de dudosa calidad llamó la atención de Diana. En ella, un par de chiquillas en bañador contemplaban el mar de espaldas a la cámara, cogidas de la mano y armadas con cubos y rastrillos. Natalia la despegó con cuidado del espejo y la contempló con una punzada de añoranza en la mirada.

-No pude deshacerme de ella. Fue uno de los días más felices de mi vida. Y no sólo porque mi madre estaba lo suficientemente sobria como para llevarnos a la playa y hasta tomar esta foto, sino porque tú estabas allí, conmigo. Además, es la única en la que no aparecemos de frente…

Volvió a colocar la foto sobre el espejo, y se quedó mirando sus reflejos en silencio, del que cualquier rastro de aquella felicidad parecía haberse esfumado.

-Después de esto deberíamos plantearnos seriamente retomar una de nuestras sesiones de maquillaje –bromeó Diana, arrancando una leve sonrisa a su compañera-. Eso, o presentarnos a un casting para la próxima película de George Romero. Nos darían el óscar a las mejores zombies de la historia del cine de terror.

Las niñas de la fotografía y su pequeño arranque de humor le infundieron un ápice de valor, justo el necesario para obligar a sus manos a obedecerle y desatar, no sin esfuerzo, el pañuelo anudado bajo la nuca, que dejó caer sobre el tocador. Su espeso y oscuro pelo le enmarcaba el rostro como un yelmo protector. Se miró a los ojos aterrados, y parpadeó varias veces intentando reprimir las lágrimas que ardían bajo sus párpados.

Entonces, de forma instintiva, buscó la mano de su amiga y la apretó con fuerza, en un intento de reunir las fuerzas que comenzaban ya a flaquear. Sintió el calor de su hombro junto al de ella, y supo que aquello era lo correcto. La soltó y suspiró, resignada. Acercándose a su imagen, colocó sus manos sobre los ojos como una visera, preparada para retirar la espesa cortina de pelo que la había protegido desde que era una niña. Lentamente, sus dedos comenzaron a subir por la frente, dejando entrever una línea de piel pálida, olvidada por el sol. Unos segundos después, unos pequeños trazos asomaron como lágrimas negras sobre su piel. Un ligero temblor empezó a sacudir su cuerpo y detuvo momentáneamente el avance sus dedos. Cuando se disponía a continuar, algo tiró de ella, apartándola del espejo y haciéndola caer sobre el frío suelo.

-No podía dejar que lo hicieras –la voz de Natalia sonaba firme por primera vez desde que había entrado en aquella habitación-. Realmente ibas a mirar esos números… Ibas a hacerlo por mí.

Diana se levantó y volvió a acomodarse junto a su amiga, asintiendo.

-¿Acaso lo dudabas?

-Durante un tiempo desee que tú también sintieras la angustia que me corroía por dentro. Pero ahora sé que eso no la aliviará. Lo siento, Didi. Lo siento tanto…

-Soy yo quien tiene que pedirte perdón. No has hecho nada malo, es normal que quisieras que algo así ocurriera. No debes sentirte culpable.

-Te equivocas. Hice algo que… Soy una persona horrible. Yo sabía que tú no pretendías hacerme daño cuando me contaste aquello. Y sin embargo, yo sí. Quería devolverte el dolor que me habías causado.

-No tienes que justificarte. Entiendo que no quisieras hablar conmigo. Entiendo que cada día mi presencia te resultara más insoportable.

-Es algo aún peor que eso. Yo… le mentí a mi hermano. Le convencí de que no te interesaba, que incluso te burlabas de él cuando estábamos a solas. Sabía cuánto significaba para ti pero no dudé un instante. No sabes cuánto me arrepiento. Nunca debí hacerlo. ¿Podrás perdonarme?

-Ya lo hice. Hace mucho tiempo –Natalia la miró extrañada-. Juan vino a hablar conmigo una semana después de la fiesta. Quiso saber de primera mano si lo que le habías contado era verdad. Sabía que algo ocurría entre nosotras, y temía que una pelea hubiera provocado aquella reacción en ti. La verdad es que no se equivocaba.

-Pero… pero entonces, ¿por qué…?

-Le dije que todo lo que le habías contado era cierto. Que nunca saldría con un chico como él. Y me creyó.

-No tiene sentido. Estabas totalmente colada por él. Si le hubieras dicho la verdad, quizá ahora…

-¿Estaríamos juntos? Eso es precisamente lo que trataba de evitar. No volvería a cometer otro error. Todo el que se acerca a mí sufre las consecuencias. Supongo que mi destino es pasar el resto de mi vida en soledad.

-No a partir de ahora. Quiero decir, si la oferta de compartir piso aún sigue en pie. Entendería que con lo que acabo de decirte…

-¿Lo harás? –la interrumpió Diana, abrazándola con fuerza-. ¿De verdad vendrás a vivir conmigo?

-Creo que hemos perdido mucho tiempo. Debemos ponernos al día. Hay tantas cosas que quiero contarte… ¿Conoces a alguien que necesite una monitora de deportes de riesgo? Tendré que pagar mi parte del alquiler.

-No. Pero conozco una fotógrafa a la que le vendría bien un poco de ayuda. Es un poco rara, pero creo que os llevaréis bien.

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