domingo, 1 de julio de 2012

The Date II: -20

-Mamá, ¿por qué tenemos que ir al “cimenterio”? Me prometiste que hoy iríamos al parque, a dar de comer a las palomas.

-Diana, no se dice “cimenterio”, sino cementerio –le contestó su madre mientras le anudaba el lazo del vestido-. Y vamos a ir porque hoy es el día de todos los santos y los buenos cristianos debemos visitar a los que ya no están con nosotros. Y como has cumplido diez años y ya eres una mujercita, creo que es hora de que me acompañes y me ayudes a colocar flores nuevas.

-¿Se dice cementerio porque las tumbas están hechas de cemento?

-Pues claro que no. Por favor Didi, deja de preguntar tonterías. Y no juegues más con el bajo de tu vestido, que te lo vas a arrugar todo.

La niña obedeció a regañadientes, confiando en que si se comportaba bien, después de todo la llevarían al parque, que es el mejor sitio donde ir un día de fiesta, después del parque de atracciones y el zoológico.

El cementerio del pequeño pueblo en el que vivía Diana se encontraba en las afueras, sobre una colina desde donde podía divisarse el mar en los días claros. Los muros de cal de un blanco inmaculado rematados con tejas desgastadas por el tiempo imitaban el estilo del resto de las construcciones de la población. La verja de entrada había sido pintada de verde, y el interior era un lugar silencioso y lleno de paz, salpicado de cipreses y flores que el jardinero, un anciano de sonrisa desdentada y piel curtida, se afanaba por tener siempre impecables.

Diana caminó de la mano de su madre entre las lápidas de la parte delantera del cementerio, aquellas coronadas por hermosas esculturas de ángeles y gigantescas cruces talladas. Trató de pararse en más de una ocasión para contemplar mejor aquellas formas de piedra cubiertas de líquenes y desgastadas por el tiempo, pero su madre insistía en tirar de su brazo cada vez que lo intentaba, así que se rindió y se esforzó por seguir el paso ligero de sus tacones sobre el camino de guijarros, sin dejar de mirar a su alrededor y preguntándose por qué sus padres no la habían traído nunca a un lugar tan bonito, y que su abuelita debía sentirse muy feliz de estar en un sitio como ése. Quizá aquél fuera el cielo del que le había hablado su madre cuando era más pequeña y le preguntaba dónde estaban los abuelos porque, si lo pensaba bien, no se imaginaba a su rolliza abuela sentada en una nube ni flotando en el aire. Seguro que su espíritu se encontraba mejor allí, regando las flores y sentada en algún banco haciendo punto.

La tumba de Miriam estaba al fondo del cementerio, en una zona que habían ampliado diez años atrás. En realidad, se trataba de un panteón familiar excavado en el suelo, en el que también estaban enterrados los bisabuelos y el abuelo de Diana. La enorme lápida que cubría la entrada al panteón había sido grabada con los nombres y las fechas de nacimiento y muerte de sus inquilinos. La niña comenzó a leer en voz baja, temerosa de romper el silencio de aquel mágico lugar:

Antonio Fernández García
23-08-1880 12-02-1957

Julia Sánchez Macías
13-05-1885 09-12-1961

José Vélez Ceballos
14-04-1905 23-05-1979

Miriam Fernández Sánchez
25-07-1909 15-09-1980


Cuando Diana terminó de pronunciar la última fecha, sintió como si alguien estuviera estrujando su cabeza desde el interior, revolviendo entre sus recuerdos y avisándole de que aquellos números le eran demasiado familiares como para haberlos visto sobre esa lápida de mármol por primera vez. Había algo diferente en ellos, pero estaba segura de que los había contemplado antes, y en muchas ocasiones, ¿pero dónde?

Una suave brisa comenzó a soplar, impregnada de un intenso aroma a limón. Había estado tan concentrada en la tumba de su abuela que no se había dado cuenta que junto a ella se erguía un hermoso limonero cargado de frutos, cuyo colorido parecía fuera de lugar entre los austeros cipreses. Aquel olor la transportó a otro espacio y otro tiempo, y abrió de par en par las puertas de su memoria.

Con las manos temblorosas comenzó a hurgar dentro del bolso de su madre, que en aquellos momentos se afanaba en colocar un gran ramo de lirios y violetas al pie de la lápida, ajena al estado de alteración de su hija.

-¡Pero Diana! ¿Se puede saber qué estás haciendo ahora? –le gritó sin apenas levantar la vista de las flores-. ¡Cuántas veces tengo que decirte que no me gusta que rebusques así dentro de mi bolso!
-¡Mamá, por favor, es que necesito algo!

-¿Qué es lo que necesitas con tanta urgencia? –preguntó irritada.

-La foto… la foto de la abuelita que siempre llevas en la cartera.

La mujer sonrió y sacudió la cabeza, esfumado su enojo ante la petición de la pequeña. Sacó la cartera del bolso y extrajo la foto a la que se refería su hija, en la que aparecía Miriam con Diana en brazos cuando ésta era apenas un bebé. Se la tendió a la niña y continuó enfrascada en la colocación de las violetas, la flor preferida de su suegra.

Diana cogió la fotografía con el cuidado y temor de quien maneja una bomba a punto de estallar. Como sus manos no dejaban de temblar, la colocó sobre la lápida, y trató de descifrar los pequeños números que aparecían sobre la frente de su abuela. Tras unos minutos, reunió el valor que habita en el corazón de cada niño, y recogió la fotografía para acercársela aún más a sus ojos, buscando algún error producido por el reflejo del sol sobre el brillante papel. Pero no cabía duda. Eran los mismos, sólo que los de la lápida estaban separados por guiones, indicando que se trataba de una fecha. Una fecha. La fecha de la muerte de su abuela.

Aquella revelación puso orden en el caos de sus recuerdos, y lo ocurrido en la cocina de su abuela aquel quince de septiembre se repitió dentro de su cabeza palabra por palabra, imagen por imagen. Entonces comprendió varias cosas: la primera, que su abuela había muerto por su culpa. La segunda, que todas las personas a las que quería tenían esos malditos números grabados sobre su frente, como las lápidas del cementerio. La tercera, que por alguna extraña razón sólo ella era capaz de ver aquellos números, y que por eso la abuela le había hecho prometer que nunca hablaría de ellos con nadie. La última, que aquella mañana los números de su frente habían crecido un poco, lo suficiente para que pudiera leerlos a través de la enorme lupa con la que su papá miraba su colección de sellos, pero que su mamá no le había dejado coger porque se hacía tarde y tenían que marcharse. Entonces se hizo una promesa. No buscaría la lupa de su padre. Y cuando llegara a casa, le diría a su madre que quería dejarse flequillo. Y nunca, nunca, nunca se miraría la frente en el espejo. Sería como los demás, ignorante de su Cita con la muerte.

Unos segundos después, y en opinión de su padre debido a la fuerte impresión sufrida al ver la tumba de sus abuelos (“Ya te dije que la niña no debía acompañarte, pero tenías que llevarla contigo de todas formas. Es la última vez que pisa ese lugar”), Diana cayó sobre la lápida inconsciente, aferrada a la foto de su abuela. El jardinero acudió alertado por los gritos de su madre, la cogió en brazos y la llevó hasta su casa con el mismo cariño y delicadeza con que trasladaba sus macetas desde el vivero hasta el cementerio. El médico del pueblo llegó enseguida, avisado por los vecinos, y estuvo de acuerdo con su padre en cuanto a la causa del desmayo. Al recuperar el sentido, Diana no quiso hablar de lo que le había ocurrido, y sus padres y el doctor pensaron que era una reacción normal y no le concedieron mayor importancia.

Cuando diez días después su hija no había articulado palabra alguna, decidieron que debían comenzar a preocuparse.

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