domingo, 1 de julio de 2012

Prólogo

"The Date" ("La cita" o "La fecha" en español) es un relato fantástico con elementos sobrenaturales que escribí hace varios años, tras una de esas experiencias en la que "ves pasar toda tu vida por delante de tus ojos". A pesar de que todo salió bien, durante meses sufrí pesadillas que me angustiaban, y se me ocurrió que escribir sobre el destino, la vida y la muerte sería una buena terapia para superar mis miedos. Y no me equivocaba. Espero que disfrutes de la historia de Diana, una joven con un oscuro don. Tanto si es así como si no, te invito a dejar tu opinión en la última entrada, el "Libro de visitas". Estaré más que encantada de leerla y responderte.

Muchas gracias por hacer que mi relato cobre vida delante de tus ojos.

Rossetti

The Date I: -25

La cocina de la abuela Miriam olía a canela y limón. A Diana le encantaba sentarse sobre alguno de los taburetes que rodeaban la enorme mesa de madera que la presidía, armada con sus lápices de colores y su bloc. Mientras la oronda y alegre mujer cocinaba y tarareaba melodías de su juventud, ella se dedicaba a dibujar todo aquello que se le ocurría.

-¡Mira, abuela, mira! –gritó la pequeña agitando un papel ante los ojos de la anciana.

-Espera, cariño, no seas impaciente. Deja que termine de cortar la verdura y ahora mismo estoy contigo.

Diana suspiró y decidió que debía enfadarse con la abuelita por hacer más caso a una tonta cebolla que a ella, así que se cruzó de brazos y frunció el ceño todo lo que pudo, como hacía su papá cuando se enfadaba con mamá. La mujer la observaba divertida, sabiendo que la rabieta se esfumaría en cuestión de segundos, deleitándose en la extraña belleza de la niña, que había heredado el cabello negro y brillante de su padre y los grandes ojos verdes y la piel pecosa de su pelirroja madre.

Dos minutos después (aunque la chiquilla estaba convencida de que debían haber pasado al menos tres horas), Miriam se dirigió renqueante a la mesa, sonriendo a su nieta de cinco años.

-Bueno, a ver. ¿Qué es eso tan importante que tienes que enseñarme?

-Esto –su dedo gordezuelo señalaba un dibujo trazado en negro en el que se adivinaba un alto moño, unas gafas y una sonrisa enorme.

-¿Quién es? –preguntó la anciana fingiendo curiosidad.

-Pero, ¿es que no lo ves? ¡Si eres tú! –Miriam abrió los ojos y la boca en un ensayado gesto de sorpresa-. Éste es tu moño, y éstas son tus gafas, y éstas son tus orejas.

-¿Y qué es esto que tengo en la frente?

-Abuela, mañana deberías venir al cole conmigo porque no sabes nada. ¡Son números! Un uno, un cinco, un… cero, un nueve, otro uno, otro nueve, un ocho y… un cero –recitó orgullosa mientras los repasaba con el lápiz-. Antes el ocho no lo sabía hacer, pero ya sí, me ayudó mamá. ¿Te gustan?

-Sí hija, sí, pero… ¿por qué me los has dibujado ahí en la frente? ¿Es que querías ponerme precio y venderme en el mercadillo?

-Qué tonta eres abuela. ¿Cómo te voy a vender en el mercadillo, si no cabes en ninguna caja? Mamá dijo el otro día que ojala pudiera empaquetar a papá y mandarlo a la China, pero que no creía que hubiera cajas tan grandes como para meter a papá y a "Suego" ¿Quién es "Suego", abuela? ¿Es un amigo de papá?

La mujer se echó a reír ante la ocurrencia de Diana. Que fuera su hijo no la eximía de conocer sus defectos, aunque procuraba quitarles importancia.

-Sí, cariño. "Suego" es el mejor amigo de papá. Pero todavía no me has dicho por qué me has puesto esos números en la frente.

-Todo el mundo tiene números en la frente. Los míos no se ven bien, aunque me acerque mucho al espejo y haga así con los ojos –la niña entrecerró los párpados con gesto concentrado- son tan pequeñitos que no puedo leerlos.

-Ah, ¿y los míos sí? –repuso Miriam, intrigada por la nueva invención de su imaginativa nieta.

-Sí, los tuyos son bonitos y grandes. Y los del abuelo también eran muy grandes. Los de mamá y papá son más pequeños que los tuyos, pero no tanto como los míos.

-¿Y dices que todos tenemos números en la frente?

-Claro, abuela. ¿Es qué tú no los ves? A lo mejor deberías usar unas gafas distintas, como papá cuando lee el periódico.

-Diana, escúchame. Esos números que ves, ¿están ahí siempre o solo aparecen de vez en cuando?

-Están siempre, abuela. Aunque te laves la cara cien veces con jabón, no se van nunca.

La anciana miró a su nieta fijamente, y se sorprendió rogando por que aquello no fuera más que una inocente fantasía infantil. Sacudió la cabeza e intentó sonreír mientras se decía a sí misma que no debía dar tanta importancia a las palabras de una niña de cinco años. Sin embargo, la sinceridad que veía en la cara de la pequeña le empujó a continuar preguntando.

-¿No se van ni siquiera cuando te hacen una foto? –la niña sacudió enérgicamente la cabeza, y la anciana salió un momento de la cocina, arrastrando su pierna derecha. Cuando volvió, agarraba con dificultad una gran fotografía enmarcada, en la que podían verse cinco rostros sonrientes-. Aquí, mira aquí, cariño. ¿Puedes ver los números de tu abuelo? ¿Puedes verlos? ¿Puedes?

Diana la miró desconcertada, y Miriam trató de tranquilizarla.

-Es que tenías razón, necesito otras gafas para ver los números, éstas no me sirven. ¿Harías una cosa por la abuelita? ¿Podrías decirme qué ves en la frente de tu abuelo? ¿Y me prestarías tu bloc y uno de tus lápices?

Su nieta sonrió encantada de poder ayudar a su abuela, y le tendió el ajado bloc y el lápiz rosa, que era su color favorito, y estaba segura de que también era el de su abuela.

-Un dos, un tres… un cero… un cinco, un uno, un… nueve, un siete y otro nueve.

La anciana escribió los números tan rápidamente como sus artríticos dedos se lo permitieron. Se concentró en ellos unos segundos, y trazó dos líneas temblorosas que dividieron aquella serie de cifras en tres grupos claramente diferenciados: 23/05/1979. Su rostro se contrajo en una mueca de dolor, mientras se llevaba la mano al corazón. Su pierna sana dejó de sostenerla y cayó al suelo, desparramando los lápices de colores y los dibujos de su nieta a su alrededor. La niña comenzó a llorar, asustada.

-Diana… Diana, ven aquí –la llamó la anciana con un hilo de voz. La niña acudió a su lado, las mejillas surcadas de gruesas lágrimas-. Cariño, tienes que prometerme una cosa. ¿Lo harás? ¿Sí? Así me gusta. Prométeme que nunca le contarás a nadie nada sobre esos números. Nunca. Escucha, esto es importante, no llores. Eso es, tranquila. No ocurre nada malo con ellos. Es que son tan especiales que quiero que sean un secreto entre tú y yo, para siempre, siempre. ¿Lo prometes?

La pequeña asintió mientras ponía su pequeña mano sobre la de la mujer, que aún seguía aferrada a su corazón. Seguro que su abuela se había hecho daño, igual que cuando ella se cayó del columpio del jardín. ¿Y qué hacía su mamá cuando ella se caía y le sangraban las rodillas? Cantaba. Le cantaría a la abuela para que se sintiera mejor.

La habitación comenzó a girar lentamente alrededor de Miriam. Intentó recordar los números que su nieta había visto dibujados en su frente, pero fue en vano. Cerró los ojos y se concentró en la suave voz de la niña, que entre sollozos canturreaba una nana. Rendida, se dejó envolver por la oscuridad, mientras sentía la llamada de las voces de su pasado.

The Date II: -20

-Mamá, ¿por qué tenemos que ir al “cimenterio”? Me prometiste que hoy iríamos al parque, a dar de comer a las palomas.

-Diana, no se dice “cimenterio”, sino cementerio –le contestó su madre mientras le anudaba el lazo del vestido-. Y vamos a ir porque hoy es el día de todos los santos y los buenos cristianos debemos visitar a los que ya no están con nosotros. Y como has cumplido diez años y ya eres una mujercita, creo que es hora de que me acompañes y me ayudes a colocar flores nuevas.

-¿Se dice cementerio porque las tumbas están hechas de cemento?

-Pues claro que no. Por favor Didi, deja de preguntar tonterías. Y no juegues más con el bajo de tu vestido, que te lo vas a arrugar todo.

La niña obedeció a regañadientes, confiando en que si se comportaba bien, después de todo la llevarían al parque, que es el mejor sitio donde ir un día de fiesta, después del parque de atracciones y el zoológico.

El cementerio del pequeño pueblo en el que vivía Diana se encontraba en las afueras, sobre una colina desde donde podía divisarse el mar en los días claros. Los muros de cal de un blanco inmaculado rematados con tejas desgastadas por el tiempo imitaban el estilo del resto de las construcciones de la población. La verja de entrada había sido pintada de verde, y el interior era un lugar silencioso y lleno de paz, salpicado de cipreses y flores que el jardinero, un anciano de sonrisa desdentada y piel curtida, se afanaba por tener siempre impecables.

Diana caminó de la mano de su madre entre las lápidas de la parte delantera del cementerio, aquellas coronadas por hermosas esculturas de ángeles y gigantescas cruces talladas. Trató de pararse en más de una ocasión para contemplar mejor aquellas formas de piedra cubiertas de líquenes y desgastadas por el tiempo, pero su madre insistía en tirar de su brazo cada vez que lo intentaba, así que se rindió y se esforzó por seguir el paso ligero de sus tacones sobre el camino de guijarros, sin dejar de mirar a su alrededor y preguntándose por qué sus padres no la habían traído nunca a un lugar tan bonito, y que su abuelita debía sentirse muy feliz de estar en un sitio como ése. Quizá aquél fuera el cielo del que le había hablado su madre cuando era más pequeña y le preguntaba dónde estaban los abuelos porque, si lo pensaba bien, no se imaginaba a su rolliza abuela sentada en una nube ni flotando en el aire. Seguro que su espíritu se encontraba mejor allí, regando las flores y sentada en algún banco haciendo punto.

La tumba de Miriam estaba al fondo del cementerio, en una zona que habían ampliado diez años atrás. En realidad, se trataba de un panteón familiar excavado en el suelo, en el que también estaban enterrados los bisabuelos y el abuelo de Diana. La enorme lápida que cubría la entrada al panteón había sido grabada con los nombres y las fechas de nacimiento y muerte de sus inquilinos. La niña comenzó a leer en voz baja, temerosa de romper el silencio de aquel mágico lugar:

Antonio Fernández García
23-08-1880 12-02-1957

Julia Sánchez Macías
13-05-1885 09-12-1961

José Vélez Ceballos
14-04-1905 23-05-1979

Miriam Fernández Sánchez
25-07-1909 15-09-1980


Cuando Diana terminó de pronunciar la última fecha, sintió como si alguien estuviera estrujando su cabeza desde el interior, revolviendo entre sus recuerdos y avisándole de que aquellos números le eran demasiado familiares como para haberlos visto sobre esa lápida de mármol por primera vez. Había algo diferente en ellos, pero estaba segura de que los había contemplado antes, y en muchas ocasiones, ¿pero dónde?

Una suave brisa comenzó a soplar, impregnada de un intenso aroma a limón. Había estado tan concentrada en la tumba de su abuela que no se había dado cuenta que junto a ella se erguía un hermoso limonero cargado de frutos, cuyo colorido parecía fuera de lugar entre los austeros cipreses. Aquel olor la transportó a otro espacio y otro tiempo, y abrió de par en par las puertas de su memoria.

Con las manos temblorosas comenzó a hurgar dentro del bolso de su madre, que en aquellos momentos se afanaba en colocar un gran ramo de lirios y violetas al pie de la lápida, ajena al estado de alteración de su hija.

-¡Pero Diana! ¿Se puede saber qué estás haciendo ahora? –le gritó sin apenas levantar la vista de las flores-. ¡Cuántas veces tengo que decirte que no me gusta que rebusques así dentro de mi bolso!
-¡Mamá, por favor, es que necesito algo!

-¿Qué es lo que necesitas con tanta urgencia? –preguntó irritada.

-La foto… la foto de la abuelita que siempre llevas en la cartera.

La mujer sonrió y sacudió la cabeza, esfumado su enojo ante la petición de la pequeña. Sacó la cartera del bolso y extrajo la foto a la que se refería su hija, en la que aparecía Miriam con Diana en brazos cuando ésta era apenas un bebé. Se la tendió a la niña y continuó enfrascada en la colocación de las violetas, la flor preferida de su suegra.

Diana cogió la fotografía con el cuidado y temor de quien maneja una bomba a punto de estallar. Como sus manos no dejaban de temblar, la colocó sobre la lápida, y trató de descifrar los pequeños números que aparecían sobre la frente de su abuela. Tras unos minutos, reunió el valor que habita en el corazón de cada niño, y recogió la fotografía para acercársela aún más a sus ojos, buscando algún error producido por el reflejo del sol sobre el brillante papel. Pero no cabía duda. Eran los mismos, sólo que los de la lápida estaban separados por guiones, indicando que se trataba de una fecha. Una fecha. La fecha de la muerte de su abuela.

Aquella revelación puso orden en el caos de sus recuerdos, y lo ocurrido en la cocina de su abuela aquel quince de septiembre se repitió dentro de su cabeza palabra por palabra, imagen por imagen. Entonces comprendió varias cosas: la primera, que su abuela había muerto por su culpa. La segunda, que todas las personas a las que quería tenían esos malditos números grabados sobre su frente, como las lápidas del cementerio. La tercera, que por alguna extraña razón sólo ella era capaz de ver aquellos números, y que por eso la abuela le había hecho prometer que nunca hablaría de ellos con nadie. La última, que aquella mañana los números de su frente habían crecido un poco, lo suficiente para que pudiera leerlos a través de la enorme lupa con la que su papá miraba su colección de sellos, pero que su mamá no le había dejado coger porque se hacía tarde y tenían que marcharse. Entonces se hizo una promesa. No buscaría la lupa de su padre. Y cuando llegara a casa, le diría a su madre que quería dejarse flequillo. Y nunca, nunca, nunca se miraría la frente en el espejo. Sería como los demás, ignorante de su Cita con la muerte.

Unos segundos después, y en opinión de su padre debido a la fuerte impresión sufrida al ver la tumba de sus abuelos (“Ya te dije que la niña no debía acompañarte, pero tenías que llevarla contigo de todas formas. Es la última vez que pisa ese lugar”), Diana cayó sobre la lápida inconsciente, aferrada a la foto de su abuela. El jardinero acudió alertado por los gritos de su madre, la cogió en brazos y la llevó hasta su casa con el mismo cariño y delicadeza con que trasladaba sus macetas desde el vivero hasta el cementerio. El médico del pueblo llegó enseguida, avisado por los vecinos, y estuvo de acuerdo con su padre en cuanto a la causa del desmayo. Al recuperar el sentido, Diana no quiso hablar de lo que le había ocurrido, y sus padres y el doctor pensaron que era una reacción normal y no le concedieron mayor importancia.

Cuando diez días después su hija no había articulado palabra alguna, decidieron que debían comenzar a preocuparse.

The Date III: -15

-Te he dicho cientos de veces que uno no se sienta a la mesa con la cabeza cubierta –el hombre se aflojó el nudo de la corbata, pero aún así parecía a punto de morir asfixiado, el sudor perlando su frente y el rostro congestionado por la furia- No sé por qué tu madre sigue comprándote todos esos gorros y pañuelos… Mírate, si pareces una hippie…

-Todos esos gorros y pañuelos se los compra ella misma con la paga que tú le das los domingos –contestó la mujer en tono cansado, acostumbrada a los ataques de su marido-. Así que deja de echarme la culpa de todo lo que Diana hace. Creo que se te ha olvidado que tú también tuviste quince años. Y me parece que en algún cajón andan todavía las fotos del verano que pasamos en Ibiza… A tu hija le encantará verte con melena, la guitarra a la espalda y un porro en la mano.

Le hizo un guiño a la joven, que le correspondió con una sonrisa. De todas formas, su marido tenía razón en cuanto a sentarse a comer con una boina de lana calada hasta las orejas, así que la mujer hizo un gesto indicando a Diana que debía descubrirse la cabeza. Había educado a su hija para que fuera una señorita, y nunca le permitía saltarse las normas. La chica obedeció sin quejarse. En realidad se dejaba el gorro a propósito. Si se sentara a la mesa sin él, estaba segura de que su padre no sólo no le dirigiría la palabra durante toda la comida, sino que ni siquiera la miraría. Aquel hombre serio que pasaba la mayor parte del día e incluso más de un fin de semana enfrascado en su trabajo apenas tenía tiempo para su hija de quince años. Y ella siempre se sentía transparente cuando estaban juntos. Dejarse sus gorros o sus pañuelos en la cabeza a la hora de comer era lo único que rompía aquel maleficio de invisibilidad.

-Didi, ¿a qué hora viene a recogerte Natalia para la fiesta del instituto? Y no me vengas con que te lo has pensado y has cambiado de opinión. Me prometiste que irías, y que te pondrías lo que te compré el otro día.

-Pero llevaré el pañuelo de flores, ese fue el trato. Eso y un nuevo objetivo para mi cámara. El padre de Natalia llegará sobre las ocho y luego nos recoge a la una en la puerta del instituto. Y por favor, deja de llamarme Didi, que no soy una niña.

Tras la conmoción que sufrió aquel día en el cementerio, Diana se prometió no volver a hablar nunca más, temerosa de que algún día su secreto escapara de la cárcel de su boca e hiciera daño a la persona que lo oyera, como le había ocurrido a la abuela Miriam. Pero después de nueve meses de consultas con un batallón de psicólogos, psiquiatras y terapeutas, la niña llegó a la acertada conclusión de que sus padres la obligarían a asistir a aquellas sesiones durante el resto de su vida y se rindió. Sus padres felicitaron al Dr. Jiménez y como muestra de agradecimiento, éste recibió en su domicilio una caja de puros habanos y una botella del mejor whisky escocés, aunque Diana siempre pensó que la que merecía el regalo era ella, ya que había aguantado sin rechistar a aquel hombre con olor a tabaco rancio que la obligaba a dibujar sin parar. Desde entonces no había vuelto a coger su bloc y sus lápices de colores, que había escondido en el fondo del baúl de los juguetes.

Lo cierto era que tenía ganas de ir a la fiesta, aunque nunca lo hubiera admitido delante de su madre, a quien le aseguró que no asistiría por nada del mundo. No podía decir que se llevara mal con sus compañeros de instituto, pero tampoco se llevaba bien. Su única amiga era Natalia, su compañera de juegos desde la guardería, una chica extrovertida y con gran sentido del humor, que siempre la hacía reír y que respetaba sus “días negros”, como ella los llamaba, aquellos en los que a duras penas podía reunir fuerzas para salir de la cama e ir al instituto, y durante los que ni se molestaba en dirigir una palabra o una mirada a los que la rodeaban.

Pero esa noche era especial. Su madre le había comprado unos bonitos vaqueros desgastados y una camiseta ajustada de colores alegres, a juego con un pañuelo floreado que pensaba ponerse a estilo pirata, que destacaría sobre su pelo negro y su exuberante flequillo.

Cuando el padre de Natalia tocó el claxon, Diana salió disparada hacia la puerta. Como habían acordado, Natalia iba en el asiento del copiloto, el dorado cabello rizado recogido en una coleta, los dorados ojos ribeteados de rímel, así que saludó con un gesto a su amiga y a su padre, y se dirigió directamente a la parte trasera del coche.

-¡Hola, Pecosilla! ¿Preparada para la fiesta? Veo que te saliste con la tuya y llevas puesto el pañuelo… Te sienta muy bien –el chico, de pelo castaño, ojos marrones y de altura tal que sus piernas parecían encajadas entre el asiento delantero y el trasero, la ayudó a enganchar el cinturón de seguridad. A ella le temblaban tanto las manos que no atinaba a encontrar la ranura en la que se suponía que debía encajar.

-¿Tú crees, Juan? A mi madre no le ha hecho mucha gracia –contestó la joven, rezando para que en la penumbra del coche no se viera el rubor de sus mejillas.

-¿Qué sabrá tu madre? No conozco a ninguna chica a la que le sienten mejor esos pañuelos y esos gorros tan estrafalarios.

Desde su privilegiado asiento, Natalia carraspeó de forma exagerada.
-Con la excepción de mi querida hermana, por supuesto.
Diana sonrió y vio que el reflejo de su amiga en el espejo delantero le hacía gestos para que continuara hablando.

La música llenaba el gimnasio del instituto, que había sido decorado expresamente para la ocasión. Al fondo, habían colocado mesas con refrescos y aperitivos, y en la zona central los chicos y chicas se agolpaban moviendo sus cuerpos a ritmo de sintetizadores.

-¿Quieres un poco? –Natalia sacó una pequeña petaca llena de un líquido color miel, y la agitó ante los ojos de una sorprendida Diana.

-Eso no será…

-¡Sí, ron! Lo he tomado prestado del mueble-bar de mi madre. Tiene por lo menos otras diez de éstas, así que no la echará de menos.

-Pero ya sabes que yo nunca he bebido…

-¡Ni yo! Pero siempre hay una primera vez para todo –afirmó convencida a la par que vertía un chorro del dorado líquido en el vaso de su amiga, y otro en es suyo-. Además, hoy es tu noche. Ya te dije que pillé a mi hermano hablando por teléfono con uno de sus amigos, y le aseguró que hoy se atrevería a pedirte salir. ¡Ahora sí que vamos a ser como hermanas!

Las dos jóvenes brindaron con sus vasos de plástico y comenzaron a bailar contagiadas por la súbita euforia que se había apoderado de la pista de baile. Según discurrían los minutos Diana iba sintiéndose cada vez más ligera, como si el peso del secreto que siempre llevaba con ella se fuera esfumando con el dulzor del ron. No recordaba la última vez que se había sentido tan libre y tan feliz. Se fijó en el rostro de su amiga y se alegró al comprobar que aquellos números que trataba de evitar a toda costa (por fortuna todo el mundo daba por hecho que su costumbre de no mirar a la cara de las personas y desviar la vista cuando hablaba con cualquiera se debía a su extrema timidez) aparecían tan difuminados ante sus ojos que era incapaz de leerlos. Eso la hizo sonreír aún más que la seguridad de que antes del final de la fiesta, Juan y ella serían por fin algo más que amigos.

Al cabo de un rato, exhaustas por la combinación de baile y alcohol, se sentaron en las gradas del gimnasio.

-Acabo de darrme cuenta de una cossa… -afirmó Natalia con toda la seriedad que le permitían los tres vasos y medio de ron y limón que se había bebido.

-¿De qué? –hipó Diana, que acababa de comenzar el segundo.

-Ess la prrimera vez que me mirass a la cara mientrrass hablamoss. Y ess la prrimera vez que te veo sonrreír de verdad.

La joven no podía estar más de acuerdo con su amiga. Realmente la noche estaba resultando mucho mejor de lo que ella había podido imaginar. Sacudió la cabeza en señal de asentimiento, y disfrutó de la sensación de letargo que embotaba todos sus sentidos.

-¿Sabess? Yo te conozco muchíssimo máss de lo que piensass. Tú no eress tan tímida, no. A ti te ocurrre algo dessde que te dio el patatúss en el cementerio. Antess no erass assí. Yo me acuerrdo…

-Shshsh… es un secreto… Le prometí a mi abuela que no se lo contaría a nadie.

-Pero yo soy tu máss y muy mejorr amiga, y tienes que contármelo. Si no me lo cuentass, le diré a mi herrmano que tieness una foto suya saliendo del baño.

-Si Juan me pide salir hoy, no le importará que tenga una foto suya ¡hip!

-Ya, pero no crreo que le haga grracia saberr que se la hicisste dessde la calle con el teleobjetivo que te rregaló tu padrre por Rreyess. Assí que si no quieress que se entere de que andass esspiándole por lass ventanass de mi casa, tendrráss que contárrmelo.

-Está bien, pero tienes que prometerme… no, tendrás que jurarme que nunca le hablarás de mi secreto a nadie.

-Te lo juro –Natalia se llevó los dedos pulgar e índice a los labios y los besó ruidosamente.

-Está bien, te lo contaré –Diana respiró hondo, demasiado aturdida como para darse cuenta de lo que estaba haciendo. Tenía la sensación de que aquella noche no podía ocurrir nada malo-. Cuando miro las caras de la gente, veo la fecha de su muerte en su frente, como si alguien se la hubiera tatuado.

-¡Dioss, Diana, tú flipass! ¿En serio piensass que me voy a trragarr esso? Esstaré borrracha, pero no soy tonta.

-Te juro que es -¡hip!- verdad. Ahora mismo, si tu cabeza dejara de dar vueltas, vería la tuya.

-¡Dímela! ¡Dímela, porr favorr!

-No pienso hacerlo. Además estoy tan mareada que seguro que me equivoco.

­-Esso lo dicess porrque tengo rrazón y te acabass de inventarr todo lo que me hass contado.

-No me lo he inventado. Para quieta un momento y te la diré.

Natalia dejó de moverse al ritmo de la música, y permitió que su amiga le pusiera las manos en las sienes y se acercara a ella con los ojos entrecerrados. Por un momento pensó que las otras chicas del pueblo tenían razón, que su mejor amiga era lesbiana y que le había soltado ese rollo para poder darle un buen morreo. Pero al mirarla a la cara, a pesar del estado de embriaguez en que se hallaba, se dio cuenta de que Diana estaba observando su frente con gesto concentrado. Si se trataba de una broma de su amiga lo cierto es que lo tenía todo bien ensayado.

-Dos…, cero…, cero…, cinco… -¡hip!-, dos…, cero…, cero…, cinco…

-Tu crreess que yo nací ayerr… ¿Dónde vass con tantoss cincoss y tantoss ceross?

-Calla y deja que piense…

Para Diana resultó toda una proeza procesar aquellos números para darles forma de fecha. Cada vez que lo intentaba, la canción de fondo se colaba en su cabeza y los haces de luz coloreada que iluminaban el gimnasio le parecían más y más interesantes. Tras varios intentos, la solución le vino de repente, como una revelación.

-¡El día 20 de mayo de 2005! Creo que nunca había visto unos números tan bonitos como los tuyos.

-¿Qué edad tendrré? –Natalia comenzó a contar con los dedos, pero sólo conseguía llegar hasta cinco.

-Ni idea. Y no me pidas que lo calcule yo. El ron ha debido cargarse a la mitad de mis neuronas.

-¿Pero lo de la fecha me lo dicess en serio?

Diana hizo un gesto de asentimiento con tanto ímpetu, que notó como le crujía el cuello.

-Júramelo porr tu cámara nueva.

-Te lo juro por mi cámara nueva.

-Joderr, tía… no sabía que tenía una amiga con superrpoderess. Eress como Rrapel pero en tía. Y en guapa. Y en no assquerossa. Y en no te lo esstass inventando todo. Lo rretiro, no eress como Rrapel. Pero me alegro de que tengass superrpoderess.

-No son superpoderes. Y recuerda que me has prometido que no hablarías a nadie de esto.

-No te prreocupess que no lo haré. Total, nadie me iba a crreerr. Yo no tengo máss rremedio que crreerrte porque soy tu máss y muy mejorr amiga. ¿Quieress máss? –dijo ofreciéndole la petaca y llevándosela directamente a los labios ante la negativa de su compañera, acabando con los últimos tragos de ron que quedaban en su interior.

-¡Estabais aquí! Llevo toda la noche buscando a las dos chicas más guapas de la fiesta –Juan apareció de la nada, con los ojos chispeantes. No había duda de que también él había asaltado el mueble bar de su madre con éxito.

-Nos habíamos cansado de bailar y nos sentamos un rato a charlar –contestó Diana con una sonrisa.

-Oye, ¿qué le ocurre a mi hermana? –La hermana en cuestión estaba tumbada sobre la grada, roncando a pleno pulmón.

-Creo que se ha pasado con el ron.

-Ya se lo advertí, que no le iba a sentar bien. Veo que tú también has bebido, aunque lo llevas mejor. Aprovechando que no puede oírnos, hay algo de lo que me gustaría hablarte… -Juan introdujo las manos en los bolsillos, y cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra.

La chica pensó que por fin había llegado el momento que había estado esperando durante toda la noche. No podía apartar los ojos del suelo, y sentía el latir de su corazón en sus mejillas encendidas.

-Quería preguntarte si tú querrías… bueno, nos conocemos desde pequeños y eso…

-¡Didi! –Natalia se había incorporado con el rostro desencajado y tiraba del brazo de su amiga-. Necesito que me lleves al baño, no me encuentro bien… ¡Vamos, deprisa! –le espetó con su mano sobre la boca.


*     *     *


El sol reinaba en solitario aquella mañana de junio. Diana llamó al timbre y esperó junto a la puerta de madera. Le abrió la madre de Natalia, vestida con un largo camisón de color café y con un vaso de ginebra en la mano. Como siempre que la veía, tenía la sensación de que la mujer estaba en este mundo sólo en cuerpo, como un cascarón vacío. Los números de su frente brillaban desde hacía años a pesar de la lejanía de la fecha de su muerte. La única explicación posible para la amiga de su hija era que una parte de ella ya había acudido a su Cita, y tan sólo dejaba pasar el tiempo en espera de la reunión decisiva.

-Ah, hola Ana –llevaba toda la vida llamándola así, y la chica se había cansado ya de corregirla-. Pasa, pasa. Natalia está en su habitación, no se encuentra muy bien. Creo que le sentó mal algo que comió en la fiesta.

La habitación de su amiga destilaba silencio y penumbra, por lo que entró con todo el cuidado que fue capaz para no tropezarse con ninguno de los trastos que la inundaban. Se sentó al borde de la cama y alargó la mano para tocarla, pero la retiró asustada cuando notó que, al sentir su contacto, Natalia se encogía para evitarlo.

-No estoy dormida.

-¿Te encuentras bien?

-Perfectamente, sólo es una resaca. Mi primera resaca. Ahora entiendo a mi madre cuando dice que no deja de beber por no sentirla. Es como si alguien estuviera amasando mi cerebro. Y tú, ¿qué tal te encuentras?

-Mejor que tú, desde luego. Un poco de dolor de cabeza, nada más. En realidad venía a preguntarte sobre un tema del que estuvimos hablando ayer…

-Siento decirte que gracias al ron no recuerdo absolutamente nada de lo que ocurrió anoche –interrumpió con voz despreocupada-. Así que como para que te responda sobre algo que se supone que me dijiste. Lo que me gustaría es pedirte disculpas porque seguro que te hice pasar un mal rato con mi borrachera. Pero no hablemos más de eso y pasemos a algo más interesante… ¿Se atrevió a pedirte salir el idiota de mi hermano?

-Pues no… porque una chica que bebió como una novata vomitó hasta la primera papilla justo en el momento en que iba a hacerlo.

-¡No!

-¡Sí!

-Lo siento, Didi. Debes estar muy enfadada conmigo. No te preocupes. Seguro que lo hace pronto. Oye, me encanta esa gorra. ¿Es nueva?

The Date IV: -10

La galería estaba atestada de gente armada con cigarrillos y gin-tonics. Marta serpenteaba de un lado a otro, esquivando los pequeños corrillos que se formaban en torno a las piezas. De vez en cuando saludaba efusivamente a algún cliente importante o potencial, la sonrisa impecable, pétrea, como si hubiera sido cincelada por algún escultor o dibujada por el más realista de los pintores. Había elegido un sobrio y elegante traje negro para la ocasión, y había pedido a su peluquera que le recogiera la media melena salpicada de mechas rubias en un moño bajo. Pese a que había pasado los treinta, seguía siendo considerada una belleza en el mundo de los marchantes de arte.

Cada vez tenía más claro que la exposición estaba resultando todo un éxito. Su instinto tampoco le había fallado esta vez, aunque lo cierto es que se había tratado de una apuesta arriesgada. Una artista joven, desconocida, procedente de un pueblo que nadie que conociera sería capaz de situar en un mapa. Y sobre todo, la persona más extraña que había conocido en toda su vida, formidable honor para alguien que acostumbraba a tratar con los más estrafalarios personajes que poblaban el mundo del arte.

La descubrió por casualidad, durante una de las muchas escapadas que solía hacer con su amante de turno. La casa donde se hospedaron estaba decorada por una veintena de fotografías enmarcadas que le llamaron poderosamente la atención. Estaba claro que habían sido tomadas por un aficionado, pero Marta tenía una capacidad innata para descubrir talentos que tan sólo necesitaban un pequeño pulido para brillar por sí mismos. Preguntó a la dueña de la casa por la procedencia de las fotografías, que resultaron ser de una chica a la que la mujer calificó como “muy rara, apenas sale de su casa ni habla con nadie”, palabras que ratificaron su corazonada de que se hallaba ante la obra de una artista en potencia.

En cuanto tuvo las señas, se dirigió al domicilio de la fotógrafa sin perder un minuto, llamó a la puerta y explicó atropelladamente a la mujer pelirroja que salió a abrirle y que supuso que sería la madre de la chica, que necesitaba hablar con su hija sobre algo que podía cambiar su futuro. “Ha visto usted sus fotografías, ¿verdad?”, fue lo primero que le dijo la mujer. “Suba por esas escaleras hasta el ático. Ella estará allí, en su estudio. Pero llame al timbre antes de entrar. Si por su culpa se estropea el revelado de algún negativo, no le dirigirá la palabra en lo que le quede de vida. Aunque tampoco creo que consiga poco más que monosílabos de ella. ¿Sabe? Cuando era una niña deseaba que cerrara la boca aunque sólo fueran cinco minutos. Y ahora daría cualquier cosa porque me dirigiera más de cinco frases al día”.

Marta asintió y dejó a la mujer sumida en sus pensamientos, volando escaleras arriba hasta que se topó con una puerta pintada de negro de la que colgaba un cartel de “No molestar”. Junto a ella había un interruptor que debía ser el timbre del que le había hablado la madre. Lo apretó un momento y esperó.

Diez minutos después, la puerta continuaba cerrada, ella sentada en el suelo y el silencio reinaba a su alrededor. Ni las voces apagadas de un aparato de radio ni televisión, ni música que retumbase en las paredes del ático, ni siquiera un concierto de piano o violín que ayudara a concentrarse en el proceso creativo.

-Para ser una artista, eres bastante atípica –dijo en voz alta, aunque en realidad hablaba consigo misma.

”Quizá la madre es una de esas dementes que creen que sus hijos nunca se han ido de casa. Con esa mirada perdida apostaría a que se infla a pastillas” pensó, y se levantó dispuesta a marcharse de aquel lugar, decepcionada porque su intuición le hubiera fallado en aquella ocasión. Tan solo había avanzado un par de pasos hacia la escalera, cuando se oyó un crujido en la puerta, que se abrió como empujada por una mano invisible, dejando entrever un resplandor rojizo y un fuerte olor a laboratorio de química.

El estudio era una habitación rectangular y bastante amplia, con las vigas del tejado a dos aguas como techo, y una pequeña ventana que daba a la fachada principal de la casa y que había sido pintada de negro para impedir el paso de la luz. Pero lo que más llamó la atención de Marta fueron las cientos de fotografías que cubrían cada espacio de las paredes, como un inmenso mosaico bicolor. Bajo aquella luz roja, las imágenes parecían teñidas en sangre, y el hecho de que a todas las personas que las poblaban les faltara la cabeza acentuaba la siniestra atmósfera que envolvía el lugar.

Aquella chica era un diamante en bruto.

Se acercó a una de las paredes laterales, absorta en su contemplación y comenzó a recorrer con la mirada las hileras de instantáneas que se apretujaban sobre el muro, alineadas con una perfección rayana en la obsesión. Sus ojos volaban de una fotografía a otra, intentando capturar toda la sombría belleza y la información que le proporcionaban. Las escenas más variopintas aparecían ante ella: parejas de novios saliendo de la iglesia, abuelos llevando a sus nietos en brazos, una madre jugando con su hija en la playa… hasta una fiesta de cumpleaños. La ausencia de cabezas, aún resultando tan inquietante, no restaba emoción a las fotografías, ni las privaba de sentimientos. Por el contrario, cada una de ellas destilaba amor, devoción, felicidad o ternura, y ahí radicaba el talento de la joven. Marta no alcanzaba a entender cómo, pero la autora de aquellas imágenes había conseguido absorber toda la vida y la energía de los instantes que había inmortalizado.

Entre todo aquel enjambre de papel satinado, distinguió uno que parecía fuera de lugar. No sólo porque había sido colocado con aparente descuido, rompiendo la perfecta formación del resto de sus compañeros, sino porque la persona que lo habitaba conservaba su cabeza sobre los hombros. Al contrario que las demás figuras, ésta estaba algo desenfocada y fuera de ángulo, y no se trataba de ninguna escena que transmitiera sentimientos. Se trataba de un chico alto y moreno, con una toalla atada alrededor de la cintura, y cuya distraída expresión evidenciaba que ignoraba que la fotografía estaba siendo tomada. Marta alargó la mano para tocarla, aunque algo en su interior le decía que no debía hacerlo. Cuando sus dedos se hallaban a pocos milímetros de su objetivo, un blanco y súbito resplandor la deslumbro durante un par de segundos, los suficientes para que en el momento en que pudo abrir de nuevo los ojos se hallara sumida en la más absoluta oscuridad.

-Nunca debe tocarse una fotografía directamente con los dedos.

La voz provenía de algún lugar cerca de ella, pero su vista aún era incapaz de distinguir formas después del fogonazo. Si hubiera podido, habría salido por la puerta y no hubiera vuelto la vista atrás, por mucho diamante en bruto que fuera aquella chica. Que la puliera otro. Sólo oírla le había puesto los vellos de punta. Pero en la oscuridad que la rodeaba no podía encontrar la puerta, que había cerrado tras de sí, y se hallaba totalmente desorientada.

-Es usted la primera persona que no echa a correr al ver mis fotografías…

“Lo haría si pudiera, créeme”, pensó Marta.

-Hasta pensaría que le han gustado.

Poco a poco, sus pupilas empezaron a dilatarse, y comenzó a reconocer los contornos de una amplia mesa repleta de cubetas y una frágil silueta que sostenía una enorme cámara en una de sus manos a menos de dos metros de donde ella se encontraba. Se alegró de no haber huido. La chica tan sólo le había hecho una foto. Además, ella no tenía derecho a fisgonear así en lo que parecía su santuario.

-Discúlpame, debí haberme presentado cuando entré, pero tu trabajo me parece fascinante. Me olvidé de donde estaba y para qué había venido.

-¿Y se puede saber para qué ha venido? –la figura colocó la cámara sobre una esquina de la mesa, y dio unos pasos hacia Marta. A medida que se acercaba, pudo distinguir un rostro pálido (aunque rosado a causa de la luz roja), salpicado por cientos de pecas que parecían calcadas de las de su pelirroja madre, enmarcado por un espeso flequillo y una pesada melena de cabello negro y brillante que alcanzaba su cintura. Sin embargo, lo que más llamó su atención fueron los ojos de la muchacha, cuyo color no podía distinguir a causa del resplandor rojizo, pero que parecían tan claros como su tono de piel. Pensó que se parecía a sus fotografías, siniestras y bellas al mismo tiempo.

-Perdón… Mi nombre es Marta Aguilar, y soy galerista –le tendió la mano a la chica, y cuando ésta le devolvió el apretón, se dio cuenta de que los delgados brazos estaban parcialmente cubiertos por pequeños tatuajes situados en forma de columna. A simple vista, parecían series numéricas, pero una segunda mirada le reveló los guiones que separaban los números en forma de fecha. Aunque lo que provocó que retirara la mano como si le hubieran aplicado una corriente eléctrica fueron las pequeñas cruces al final de cada serie. Mucho se equivocaba o se trataba de fechas de fallecimientos. Continuó hablando sin poder apartar la mirada de los brazos de la joven-. En realidad la galería no es solo mía; tengo una socia capitalista pero en última instancia soy yo quien decide a que artistas exponer. No sé si habrás oído hablar de mí. En la capital somos bastante conocidos.

-Mi nombre es Diana Vélez. Y nunca he oído hablar de usted. Habrá venido por las fotos que hay en casa de Matilde. No ponga esa cara de asustada, no soy ninguna adivina. Es una forastera. Y el único lugar donde se recibe a forasteros es la casa de Matilde. Aunque en cualquier otra casa también hubiera podido ver mis fotos. Digamos que soy la fotógrafa oficial del pueblo, y todos han requerido alguna vez mis servicios a pesar del miedo que les infundo –aquella parrafada la dejó sin aliento, como si no acostumbrara a pronunciar tantas frases seguidas.

-Pero las fotos que vi en casa de esa… Matilde no tenían nada que ver con ésta. En aquellas…

-La gente conserva la cabeza, ¿no? Esas no son más que trabajo. Las de aquí dentro son mi verdadera vocación. Es el precio que tienen que pagar por disfrutar de una fotógrafa gratis. De cada evento al que acudo saco un par de fotos para mí. Aunque otras son robadas… creo que son las mejores, cuando la gente no sabe que están siendo observadas.

-Iba a decir que en aquellas no transmites sentimientos con la misma fuerza… Son imágenes bonitas y realmente originales en cuanto a su enfoque, en caso contrario no hubiera venido hasta aquí. Pero esto que tienes en tu estudio es puro arte. Uno no puede dejar de mirarlas.

-Lo que no deja usted de mirar son mis brazos –Marta apartó la vista, azorada. No se había dado cuenta de que durante todo aquel tiempo no había despegado la vista ni por un momento de los tatuajes de la chica-. No se preocupe, no es la primera e intuyo que tampoco será la última. Cada vez que alguien muere en el pueblo me tatúo la fecha en el brazo.

-Sé que me estoy metiendo donde no me llaman, pero ¿puedo saber por qué?

-Supongo que es una especie de tributo. Al mirarlas puedo recordar cómo eran cuando vivían.

“Decididamente, esa señora se quedó corta… Esta muchacha no es rara, está totalmente desquiciada. Apenas ha levantado la vista del suelo mientras hablábamos. Por fortuna, la locura es una de las máscaras de la genialidad. Y he tratado con gente más extravagante que ella… aunque no tan espeluznante” pensó la galerista.

-Creo que nos hemos desviado un poco del tema que me trajo hasta aquí, que no es otro que ofrecerte un buen negocio…

Los términos del contrato satisficieron a ambas partes. Marta podía escoger las fotografías que más le gustaran con excepción de la del chico del baño, que en cualquier caso, dada su escasa calidad artística, no le interesaba en lo más mínimo. Por supuesto, llevaría los negativos a un laboratorio de la ciudad, puesto que habría que ampliarlas para la exposición, y no quería que pareciese un trabajo de aficionado. A cambio de renunciar a un adelanto y a compartir los derechos de las imágenes con la galerista, Diana recibiría el cincuenta por ciento de las que se vendieran. De esa forma, si su intuición le fallaba y la exposición resultaba un fiasco, Marta no perdería ninguna suma importante de dinero.

Pero la galería rebosaba gente interesada en adquirir las obras de la artista revelación del año, tal y como la describían en la nota que habían incluido la mayoría de los periódicos aquella mañana. Gracias a una chica que parecía haber salido de una película de Tim Burton iba a hacerse de oro. No cabía en sí de felicidad. Siguió saludando a los clientes, y sonrió al pasar delante del espejo que dominaba la estancia, haciendo un guiño a su propia imagen. Tras el cristal, desde una habitación anexa a la galería y que hacía las veces de almacén, Diana observaba a las personas que admiraban su trabajo, aunque para ella no eran más que títeres sin cabeza.


*     *     *


Encontró la carta delante de la puerta de su nuevo hogar en la ciudad, unas semanas después de la exposición. Era tan gruesa que el cartero no había podido introducirla por debajo de la puerta –aunque los bordes arrugados evidenciaban que lo había intentado con ahínco- y la había dejado sobre la alfombra, confiando en que llegara hasta su destinataria.

La recogió del suelo y la inspeccionó mientras metía la llave en la cerradura casi a tientas y buscaba el interruptor de la luz. Unos focos en el techo iluminaron el diminuto apartamento, que constaba de un pequeño dormitorio, un baño minúsculo y una habitación que hacía las veces de cocina, comedor, salón y entrada. Si hubiera dependido de ella, hubiera transformado el dormitorio en improvisada cocina, le habría añadido un sofá cama y hubiera aprovechado el salón como laboratorio fotográfico. Pero Marta le aseguró que tenía que buscarse un lugar más profesional donde trabajar, así que contrató a un decorador para que le amueblase el apartamento y le buscó un local cerca de la galería, donde tenía una exposición permanente, un despacho donde recibir a sus clientes y un amplio laboratorio con todas las facilidades e innovaciones tecnológicas que el dinero podía pagar.

Se sentó en el sofá, sintiendo como el cansancio acumulado durante todo el día empezaba a pasarle factura. Seguía sosteniendo la carta entre las manos, dudando si tendría fuerzas –más en el alma que en el cuerpo- para abrirla y leer su contenido. Tras unos minutos decidió hacerlo, aunque antes inspiró aire varias veces, intentando calmar los latidos de su corazón.

Rasgó el sobre con cuidado para no estropear su abultado contenido, que resultó ser un puñado de fotografías y postales, y un folio doblado en cuatro, escrito tan sólo por una cara. Las imágenes, aunque no habían sido tomadas con intención artística, revelaban un hermoso paisaje dominado por un cielo azul profundo y un suelo de color rojizo intenso, roto en mil formas caprichosas por el paso del tiempo y del agua. Reconoció el lugar por las películas. Se trataba del Gran Cañón del Colorado. En ninguna de las fotografías aparecía gente, tan sólo el paisaje desierto, de una belleza feroz. No se detuvo mucho a contemplarlas, las apartó a un lado y sacó la hoja de papel. La letra era grande, como si quisiera ocupar más espacio del que normalmente le correspondería, y sus formas dejaban entrever un trazo nervioso, apresurado, tal que las palabras que comenzaban cada frase parecían querer echar a correr hacia el punto y final. Diana pasó sus dedos sobre aquella caligrafía tan familiar y a la vez tan distinta a la de sus recuerdos infantiles, y comenzó a leer.


Querida Didi:


Como podrás comprobar por las fotos y las postales que te he enviado, estoy pasando unas semanas en el Gran Cañón del Colorado. Mis compañeros de aventura son fantásticos y el viaje está resultando muy divertido. Nunca había estado en un lugar que ofreciera tantas formas de pasarlo bien. Hago puenting cada dos días, he sobrevolado el Cañón desde un ala delta, hemos recorrido los rápidos en balsas y escalado algunas paredes bastante escarpadas. No te preocupes que nunca me olvido del casco y las demás protecciones, así que no debes temer por mí. El mes que viene tenemos programado otro viaje a las cataratas del Niágara. Es la ventaja que tiene ser monitora en una empresa de aventuras para ejecutivos, puedo recorrer el mundo ¡y encima me pagan! Quién me iba a decir que los contactos de mi padre servirían para algo. En fin, en mi próxima carta te contaré que tal me va en Canadá.


Muchos besos.


Tu amiga,


Natalia

P.D. Ayer hablé con mi hermano por teléfono y me mandó recuerdos. Él y su novia piensan casarse para el año que viene, así que yo de ti empezaría a buscar un vestido acorde con la ocasión. Y conociéndote, una enorme pamela a juego.


Diana arrugó el papel y lo lanzó al otro lado de la habitación. La culpa, la tristeza y la rabia competían por asomar a sus ojos en forma de un río de lágrimas. Miró a su alrededor, contemplando las cientos de fotografías que la rodeaban, desde donde sus decapitados protagonistas le infundían ánimo. Aquello que provocaba fascinación y repulsa a partes iguales entre sus más fieles seguidores, a ella le producía la más exquisita sensación de calma. Privados de sus rostros eternamente, podía observarles sin miedo a descubrir la fecha de una Cita a la que ni ella misma podría faltar.

The Date V: -5

Aunque sus famosas composiciones de “Descabezados”, como los había bautizado la prensa, habían dejado de resultar originales desde hacía unos años, aún tenía encargos de clientes de todas partes del mundo, que habían visto alguno de sus trabajos decorando las paredes de un restaurante de moda, un bar de copas o un bufete de abogados. Además, su reputación de gran profesional y su extraña personalidad atraía a todo tipo de personas que requerían sus servicios en fiestas o eventos importantes, o simplemente para encargar retratos de sus seres queridos. Vivía desahogadamente y por consejo de Marta, que para su sorpresa se había convertido en lo más parecido a una amiga después de Natalia, se había mudado a un piso más grande y céntrico, a pocos metros de su estudio.

Sentada en su despacho, se disponía a poner orden en el caos que reinaba sobre su mesa, porque a pesar de la insistencia de la galerista, no estaba dispuesta a contratar a una asistente que le ayudara con el papeleo. El intenso calor de julio no le impedía vestir una camisa de manga larga que ocultaba los tatuajes de sus brazos, cada vez más numerosos. No se avergonzaba de ellos, pero se había dado cuenta de que la gente prestaba más atención a la lectura de las fechas que a sus propias palabras, así que procuraba esconderlos bajo una capa de ropa.

El teléfono la obligó a abandonar su tarea antes incluso de que hubiera tenido tiempo para acometerla.

-Buenos días. Estudio de Diana Vélez. ¿En qué puedo ayudarle? –contestó mecánicamente.

-Diana, ¿eres tú?

Hubiera reconocido aquella voz incluso en una discoteca atestada de gente y con la música a todo volumen. Hacía poco más de ocho años que no la escuchaba, pero podían haber sido cien y seguiría sintiendo la misma presión en el estómago que la última vez que hablaron. Sin embargo, no estaba dispuesta a mostrar debilidad alguna.

-Sí, soy Diana Vélez. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

-¿No me conoces? Soy yo, Juan. El hermano de Natalia.

-¡Juan! ¡Cuánto tiempo! –exclamó con fingida sorpresa-. Ni me acuerdo de la última vez que nos vimos.

-Si no me equivoco, fue en vuestra ceremonia de imposición de becas en el instituto.

-Tienes razón… ¿Cuánto hace de eso? ¿Diez años, nueve?

-Ocho años. Debes odiarme por no haberte llamado en todo este tiempo. He estado ocupado. Mucho trabajo y… supongo que Natalia te tendrá al día.

-Por supuesto que me tiene al día… y por supuesto que no te odio. Son cosas que ocurren. Nos hacemos mayores, tenemos más responsabilidades…

-Sobre todo tú, que te has convertido en una artista famosa.

-No es para tanto, ni que saliera en la tele todos los días.

-No seas tan modesta. Has llegado muy lejos, pero no me sorprende. Siempre pensé eras la chica con más talento de todo el pueblo. Esto se te había quedado pequeño…

-Pero supongo que no me llamas para decirme eso –atajó. No estaba dispuesta a oír ni un solo cumplido de sus labios.

-No, tienes razón. Se trata de Natalia. De buenas a primeras dejó su trabajo y apareció con una mochila en la puerta de la casa de mis padres. Lleva varios días encerrada en su antiguo dormitorio, con las ventanas cerradas y las persianas bajadas, en la más absoluta oscuridad. No quiere comer, apenas duerme y llora casi todo el tiempo. Hemos intentado hablar con ella, le hemos rogado que nos explique qué le ocurre. Pero la única frase que ha articulado y que repite una y otra vez es que debe hablar contigo. Por favor, tienes que ayudarnos, es mi hermana y no puedo soportar verla en ese estado –Diana sintió como la espesa capa de hielo que había acumulado a lo largo de todos esos años se derretía en segundos al escuchar como al otro lado del teléfono, Juan rompía en sollozos.

-No te preocupes. Ahora mismo cierro el estudio, cojo el coche y en un par de horas estoy allí. Ya verás como todo se arregla. Te lo prometo.

-Pero ¿por qué se comporta así? Tú sabes algo, ¿verdad?

-No tengo ni la más remota idea de la causa de su extraño comportamiento –mintió-. Pero haré todo lo que esté en mi mano para ayudarla.


*     *     *


Antes de llegar a la autopista, se había saltado cuatro semáforos, un ceda el paso y un stop. Una vez allí, pisó el acelerador a fondo y decidió no levantar el pie hasta llegar a su destino.

“Sería irónico que mi Cita estuviera programada para hoy, justo cuando se supone que voy a ayudar a mi amiga a aceptar que la suya se acerca inexorablemente”.

Sorteaba los coches a golpe de volante, poseída por una inexplicable euforia. Cuando llegara a casa de Natalia sabía que la culpa volvería a carcomerla por dentro. Llevaba tantos años soportando su voraz mordedura que temía estar ya hueca por dentro. Pero en esos instantes todo lo que podía sentir era una libertad salvaje y desafiante. El miedo que habitaba como un parásito dentro de su mente había desaparecido casi por completo, ahogado por la descarga de adrenalina que le producía aquella mezcla de velocidad y peligro. Ahora entendía por qué Natalia había decidido dedicarse profesionalmente a arriesgar su vida. Era mucho mejor que el alcohol, mejor que cualquier droga que hubiera probado, que tan sólo embotaban sus sentidos durante unas horas, y que hacían que al recuperar la conciencia su secreto pesara aún más que cuando se hallaba sobria y despejada. Afortunadamente, lo había descubierto antes de llegar al punto sin retorno del que nadie regresa.


*     *     *


Diana inspiró profundamente antes de llamar a la puerta. Llevaba diez años preparándose para ese momento, y aunque lo había imaginado más de mil veces, aunque había memorizado y repetido las palabras que debía pronunciar y los gestos con los que debía acompañarlas hasta la saciedad, se dio cuenta de que todo había sido una pérdida de tiempo. Allí estaba ella, a punto de confirmar lo que siempre había sospechado: que su maldición alcanzaba a cualquiera que compartiera su secreto.

Reuniendo el poco valor que le quedaba, llamó a la puerta suavemente. No obtuvo respuesta alguna, así que golpeó con más fuerza. El resultado fue el mismo.

-¡Natalia! Ábreme, por favor. Soy Diana. Didi. He venido a verte.

Pocos segundos después, oyó un click en la cerradura. Esperó unos instantes y abrió la puerta despacio. Tuvo que llevarse la mano a la nariz, debido al fuerte olor que se había instalado en la habitación. Cerró la puerta tras de sí, y se dirigió a la ventana a tientas, sin más lazarillo que los recuerdos acumulados tras años de jugar a “tinieblas” con su mejor amiga. Enseguida encontró su objetivo, descorriendo las cortinas, subiendo la persiana y abriendo la ventana de par en par.

La luz del sol iluminó la estancia, y todos los momentos vividos en aquel dormitorio la transportaron a su infancia más feliz, antes de su primera “excursión” al cementerio. A su izquierda, la cómoda y el espejo que hacían las veces de tocador, donde jugaban a maquillarse y a ser modelos o actrices. La enorme mesa que utilizaban para dibujar o estudiar seguía apoyada sobre la pared lateral. Frente a ella, las estanterías flanqueaban la puerta, atestadas de muñecas, cds, libros y cuentos que solían leer tiradas en el suelo, sus cabezas juntas para poder admirar las ilustraciones. El armario empotrado cubría prácticamente la totalidad de la pared perpendicular a las estanterías. A su derecha, la cama cubierta de peluches, su lugar preferido para hacer confidencias amparadas en la aparente intimidad de una cúpula de sábanas. Todo seguía tal y como lo recordaba, a excepción de las fotografías que adornaban los estantes, de las que no quedaba rastro alguno.

-¿Qué has hecho? Nadie te ha pedido que la abras –siseó una voz desde el hueco que separaba el armario de la cama.

-Por Dios, Natalia, el aire era irrespirable. Podías haberte quedado sin oxigeno, podías haber…

-¿Muerto, quizá? –la interrumpió secamente, escupiendo cada palabra-. ¿Cuánto te apuestas a que no?

Merecía todos los desprecios que le dirigiera su amiga. Se acercó a ella y sintió que hasta su propio miedo se encogía ante la visión de Natalia. O más bien de lo que quedaba de ella. La chica atlética de piel morena, ojos brillantes y sonrisa fácil se había convertido en un fantasma de huesos afilados, piel cetrina y oscuros cercos violáceos bajo los ojos de mirada vacía. Su boca se torcía en una mueca de dolor y había restos de sangre seca en sus labios y uñas. Sobre la enrojecida piel de la frente, tan cubierta de arañazos que parecía haber sido frotada con el más recio guante de crin, podía ver con total claridad la fecha de la muerte de su amiga. Los números habían aumentado en tamaño y brillo, permitiéndole comprobar que, tal y como sospechaba, la borrachera no la había inducido a error y menos de cinco años separaban a su mejor amiga de su Cita.

-¿Por qué me mentiste? –preguntó en tono cansado-. ¿Por qué dijiste que no te acordabas de nada de lo que habíamos hablado aquella noche?

-¿Qué hubiese cambiado? Plantaste la semilla del temor en mi cabeza, y nada de lo hubieras hecho le habría impedido crecer.

-¿Y si te dijera que todo fue una broma? –Diana forzó una sonrisa cómplice.

-No te molestes. Desde el momento en que te vi sobre mí, con aquella mirada concentrada supe que no se trataba de una broma. Después intenté convencerme de que los demás tenías razón y eras una tarada, que tal vez tú pensabas que veías esos números pero que en realidad no estaban ahí. Pero te conocía demasiado como para saber que, aunque fueras la chica más rara que he conocido en toda mi vida, no estás loca.

-Uno de estos días no resistiré más y tendrán que ingresarme en el manicomio –esta vez la sonrisa surgió espontáneamente, cobijada en la reconfortante y egoísta sensación de que al menos una persona en este mundo entendía su dolor-. Debías habérmelo contado. Durante los dos años que nos quedaban en el instituto sólo nos veíamos para ir al cine o ver una película de video. Nunca hablábamos, no al menos como lo hacíamos antes de la fiesta. Y después te marchaste a la universidad, asegurándote de que estuviera tan lejos del pueblo que no pudieras venir los fines de semana, y evitándome cuanto podías durante las vacaciones con la excusa de tus estudios. Luego te buscaste un trabajo que te obligaba a viajar de un lado para otro, y tuve que conformarme con aquellas cartas mensuales que más bien parecían reportajes del National Geografic. Si me lo hubieras dicho, habría podido ayudarte, habrías tenido a tu lado a alguien que comprendiera lo que te ocurría.

-En primer lugar, a ti tampoco se te pasó por la cabeza volver a sacar el tema. Te limitaste a conformarte con lo que yo te ofrecía. Y en segundo lugar, no te equivoques. Tú eres la única persona que sabe lo que me pasa, sin embargo no puedes comprenderme –Diana intentó abrir la boca para protestar, pero su amiga le hizo un brusco gesto para indicarle que se callara-. ¿Crees que soy tonta? Tanto flequillo, tantos pañuelos y gorros, esa manía de evitar los espejos… ¿Cómo puedes decir que me comprendes si no has tenido el valor de enfrentarte a la muerte?

La verdad golpeó a la joven en la boca del estómago, con toda la dureza contenida en los amargos reproches de su amiga.

-Nunca debí decírtelo… Tenía que haberme callado…

-Mira, ahora no quieras echarte toda la culpa. Fui yo la que llevó el ron a la fiesta, quien te preguntó, quien insistió y hasta te presionó para que contestaras. La de tonterías que se hacen con quince años –Natalia trato de echarse a reír, pero de su garganta sólo salió un sonido ronco y ahogado.

-Déjame ayudarte –insistió Diana.

-¿Y cómo piensas hacer eso?

-Puedes venirte a vivir a mi casa, a la ciudad. Allí hay muchos lugares que visitar, mucha gente a la que conocer. Estarías entretenida.

-Entretenida. Me quedan menos de cinco años de vida y tú pretendes entretenerme.

-No quería que sonara frívolo. Debes darte cuenta de que si no superas esto habrás desperdiciado el resto de tu vida –Diana hizo una pausa para tomar aire, preparándose para lo que estaba a punto de decir-. Si te hace sentir mejor, miraré mi propia fecha.

-¿Lo harías? –preguntó Natalia, visiblemente sorprendida.

-Has sido la única amiga que he conocido, y aunque en tu opinión ambas somos responsables de lo que ocurrió aquella noche, te lo debo. Tienes razón. No puedo ni imaginarme por lo que habrás pasado. Es lo menos que puedo hacer por ti.

Le tendió la mano a su amiga, quien la aceptó y se levantó, aunque no sin esfuerzo. Las piernas le temblaban y apenas la sostenían, por lo que Diana pasó el brazo de Natalia por los hombros y le agarró con fuerza la cintura. Robando centímetros a la distancia que las separaba del tocador de su amiga, avanzaron la una junto a la otra con lentitud, aunque a la joven se le antojó que incluso así, se dirigían demasiado rápido hacia el momento que había tratado de evitar toda su vida.

Ambas se sentaron en el banco forrado de terciopelo rosa y contemplaron su imagen en el espejo. Las niñas que aún vivían en su interior no reconocían a aquellas dos jóvenes de mirada cansada y triste. Y para confirmarlo, desde una esquina del espejo, una fotografía algo arrugada y de dudosa calidad llamó la atención de Diana. En ella, un par de chiquillas en bañador contemplaban el mar de espaldas a la cámara, cogidas de la mano y armadas con cubos y rastrillos. Natalia la despegó con cuidado del espejo y la contempló con una punzada de añoranza en la mirada.

-No pude deshacerme de ella. Fue uno de los días más felices de mi vida. Y no sólo porque mi madre estaba lo suficientemente sobria como para llevarnos a la playa y hasta tomar esta foto, sino porque tú estabas allí, conmigo. Además, es la única en la que no aparecemos de frente…

Volvió a colocar la foto sobre el espejo, y se quedó mirando sus reflejos en silencio, del que cualquier rastro de aquella felicidad parecía haberse esfumado.

-Después de esto deberíamos plantearnos seriamente retomar una de nuestras sesiones de maquillaje –bromeó Diana, arrancando una leve sonrisa a su compañera-. Eso, o presentarnos a un casting para la próxima película de George Romero. Nos darían el óscar a las mejores zombies de la historia del cine de terror.

Las niñas de la fotografía y su pequeño arranque de humor le infundieron un ápice de valor, justo el necesario para obligar a sus manos a obedecerle y desatar, no sin esfuerzo, el pañuelo anudado bajo la nuca, que dejó caer sobre el tocador. Su espeso y oscuro pelo le enmarcaba el rostro como un yelmo protector. Se miró a los ojos aterrados, y parpadeó varias veces intentando reprimir las lágrimas que ardían bajo sus párpados.

Entonces, de forma instintiva, buscó la mano de su amiga y la apretó con fuerza, en un intento de reunir las fuerzas que comenzaban ya a flaquear. Sintió el calor de su hombro junto al de ella, y supo que aquello era lo correcto. La soltó y suspiró, resignada. Acercándose a su imagen, colocó sus manos sobre los ojos como una visera, preparada para retirar la espesa cortina de pelo que la había protegido desde que era una niña. Lentamente, sus dedos comenzaron a subir por la frente, dejando entrever una línea de piel pálida, olvidada por el sol. Unos segundos después, unos pequeños trazos asomaron como lágrimas negras sobre su piel. Un ligero temblor empezó a sacudir su cuerpo y detuvo momentáneamente el avance sus dedos. Cuando se disponía a continuar, algo tiró de ella, apartándola del espejo y haciéndola caer sobre el frío suelo.

-No podía dejar que lo hicieras –la voz de Natalia sonaba firme por primera vez desde que había entrado en aquella habitación-. Realmente ibas a mirar esos números… Ibas a hacerlo por mí.

Diana se levantó y volvió a acomodarse junto a su amiga, asintiendo.

-¿Acaso lo dudabas?

-Durante un tiempo desee que tú también sintieras la angustia que me corroía por dentro. Pero ahora sé que eso no la aliviará. Lo siento, Didi. Lo siento tanto…

-Soy yo quien tiene que pedirte perdón. No has hecho nada malo, es normal que quisieras que algo así ocurriera. No debes sentirte culpable.

-Te equivocas. Hice algo que… Soy una persona horrible. Yo sabía que tú no pretendías hacerme daño cuando me contaste aquello. Y sin embargo, yo sí. Quería devolverte el dolor que me habías causado.

-No tienes que justificarte. Entiendo que no quisieras hablar conmigo. Entiendo que cada día mi presencia te resultara más insoportable.

-Es algo aún peor que eso. Yo… le mentí a mi hermano. Le convencí de que no te interesaba, que incluso te burlabas de él cuando estábamos a solas. Sabía cuánto significaba para ti pero no dudé un instante. No sabes cuánto me arrepiento. Nunca debí hacerlo. ¿Podrás perdonarme?

-Ya lo hice. Hace mucho tiempo –Natalia la miró extrañada-. Juan vino a hablar conmigo una semana después de la fiesta. Quiso saber de primera mano si lo que le habías contado era verdad. Sabía que algo ocurría entre nosotras, y temía que una pelea hubiera provocado aquella reacción en ti. La verdad es que no se equivocaba.

-Pero… pero entonces, ¿por qué…?

-Le dije que todo lo que le habías contado era cierto. Que nunca saldría con un chico como él. Y me creyó.

-No tiene sentido. Estabas totalmente colada por él. Si le hubieras dicho la verdad, quizá ahora…

-¿Estaríamos juntos? Eso es precisamente lo que trataba de evitar. No volvería a cometer otro error. Todo el que se acerca a mí sufre las consecuencias. Supongo que mi destino es pasar el resto de mi vida en soledad.

-No a partir de ahora. Quiero decir, si la oferta de compartir piso aún sigue en pie. Entendería que con lo que acabo de decirte…

-¿Lo harás? –la interrumpió Diana, abrazándola con fuerza-. ¿De verdad vendrás a vivir conmigo?

-Creo que hemos perdido mucho tiempo. Debemos ponernos al día. Hay tantas cosas que quiero contarte… ¿Conoces a alguien que necesite una monitora de deportes de riesgo? Tendré que pagar mi parte del alquiler.

-No. Pero conozco una fotógrafa a la que le vendría bien un poco de ayuda. Es un poco rara, pero creo que os llevaréis bien.

The Date VI: 0

Las pesadillas comenzaron un mes antes de la Cita. Hasta entonces, y a pesar de las ocasionales crisis, habían conseguido mantenerse tan ocupadas que apenas les quedaba tiempo para pensar, y cada noche caían agotadas sobre la cama o el sofá. Les gustaba madrugar y acudían a un gimnasio para hacer ejercicio antes de abrir el estudio. Aunque ahora el trabajo se repartía entre dos, los encargos nunca cesaban y el papeleo parecía inagotable. A la hora de comer, se reunían con Marta en alguno de los restaurantes aledaños y las sobremesas se alargaban hasta que sus respectivas obligaciones las forzaban a abandonar las vacías tazas de café sobre la mesa. El ajetreo de la tarde igualaba al de la mañana en cuanto a trabajo acumulado, pero cuando finalizaba su jornada siempre les quedaba tiempo para disfrutar de unas compras en el centro comercial (Natalia había adoptado el gusto de su amiga por los gorros y pañuelos que tapaban su frente, y su colección crecía casi semanalmente), del último estreno de cine, alguna nueva exposición, un concierto o una obra de teatro. Como último recurso, siempre estaba el videoclub de la esquina, o si el tiempo lo permitía, un paseo por las calles de la ciudad. Los fines de semana se permitían alguna que otra escapada a Londres, Roma, París o Praga. Pese a la inicial reticencia de Diana, Natalia insistió en practicar deportes de riesgo. Pasado algún tiempo, se preguntaba cómo había podido vivir sin la dosis de adrenalina que le proporcionaban desde un salto en paracaídas hasta deslizarse a toda velocidad por una pista de esquí.

Sin embargo, una noche de abril ocurrió algo que rompió la eficiente rutina con la que narcotizaban sus miedos. Tras la ventana del salón, las nubes teñían de rojo el cielo, como una premonición de lágrimas y sangre. Las primeras gotas comenzaron a golpear con fuerza los cristales, convirtiéndose pronto en un manto de agua que bañaba la ciudad en un vano intento de purificarla. Diana apenas prestaba atención a lo que ocurría a su alrededor. Estaba enfrascada en la lectura de una apasionante novela de terror, y aunque notaba el cansancio en todo su cuerpo, las cuarenta páginas que la separaban del final bien valían el sacrificio de una hora de sueño. Natalia se había rendido hacía un buen rato y dormía profundamente en su dormitorio. Cuando por fin cerró el libro, Dios debió golpear su batuta contra las oscuras e informes nubes, dando comienzo a un concierto de truenos. Fugaces ríos de luz recorrían el cielo como enormes arañas, aunque Diana los observaba con la indiferencia de quien sabe que el miedo no está hecho de luz, sino de oscuridad y en su caso, de tinta negra. Agotada, se levantó del sofá y se dirigió a la ventana para bajar la persiana. Fue entonces cuando lo vio, una silueta oscura reflejada en los cristales. Una silueta sin rostro… Una silueta sin cabeza.

La amplia túnica de color ceniza caía desde los vacíos hombros disimulando sus formas de tal forma que hubiera sido imposible distinguir si se trataba de un hombre o una mujer, si es que aquella visión podía considerarse humana. El ser alzó el dedo, señalándola con sus afiladas uñas, cuyo brillo metálico centelleaba bajo las luces del salón. Paralizada por el miedo, Diana contempló como la figura comenzaba a desdibujarse, mientras la saludaba con una mano cubierta de brillantes manchas azabache antes de fundirse con las sombras de la pared. Cuando se volvió, todo rastro de aquella siniestra visita había desaparecido. Frente a ella sólo se alzaba la muralla de fotografías enmarcadas que decoraba su salón. Las observó con creciente inquietud, porque por primera vez en su vida, no le ofrecían consuelo, ni calma. Porque podía sentir, porque sabía, que desde aquellas imágenes en blanco y negro, cientos de descabezados estaban clavando en ella sus ojos… donde quiera que éstos estuviesen.

Asustada, tropezó con una montaña de libros que había acumulado junto al sofá, y cayó sobre él. Se quedó allí, inmóvil, durante algunos minutos, hasta que se convenció de que lo que acababa de ocurrir era tan sólo producto de su imaginación, alimentada por la tormenta, la opípara cena en un restaurante hindú y el libro que había estado leyendo. Maldijo entre dientes a Stephen King y al curry de pollo picante. Echó un vistazo a la ventana, y le alegró observar que la lluvia había amainado, y los truenos eran tan sólo un lejano eco que resonaba en la distancia. Sus músculos comenzaron a relajarse y se atrevió a enfrentarse de nuevo a todo lo que la rodeaba. Aliviada, comprobó que sus fotografías habían dejado de parecer amenazadoras y se sintió algo estúpida por haber reaccionado como una niña pequeña. No pudo evitar echarse a reír ante lo absurdo de su comportamiento. Pero su risa fue ahogada por un grito desgarrador que rompió el silencio de la noche en mil pedazos.

El grito provenía del dormitorio de Natalia. Y el dormitorio de Natalia se encontraba justo detrás de la pared que habitaban los descabezados. La pared que hacía tan solo unos minutos había cruzado aquella extraña figura.

Olvidando su propio miedo, corrió junto a su amiga, esperando encontrarla en su cama. Sin embargo, no había rastro de ella sobre las arrugadas sábanas. Recorrió el dormitorio con la mirada, angustiada, tratando de distinguirla en la oscuridad. La encontró en un rincón, abrazada a sus rodillas, con la cara oculta entre ellas, y la rubia melena derramándose sobre sus piernas desnudas.

-¡Estaba allí! ¡Yo lo he visto, lo juro! ¡Venía a recordarme que se acerca nuestra Cita! –decía mientras se balanceaba lentamente de atrás a delante.

-¿A quién has visto? –inquirió Diana, ya arrepentida de haber formulado tal pregunta.

Natalia alzó la cabeza con un movimiento casi espasmódico, y la miró con los ojos desorbitados y llenos de lágrimas.

-¡A la muerte! ¡A la muerte! –el rítmico balanceo se había transformado en convulsiones que sacudían todo su cuerpo-. Cerré los ojos y los abrí de nuevo, esperando que sólo fuera una pesadilla, pero él seguía allí, clavado a los pies de la cama. Y cada vez se acercaba más, y más, y yo no podía moverme, y quería gritar, pero no me salía la voz. Y sabía que me estaba observando, pero no tenía ojos, ¡no tenía cabeza! Después sentí sus helados dedos sobre mi frente. Me quemaba… Me quemaba… ¿Qué me ha hecho, Diana? Sé que puedes verlo, así que dime… ¿Qué me ha hecho?

Sin dejar de temblar, Natalia se levantó el flequillo, dejando al descubierto su frente… o lo que quedaba de ella. Los números la cubrían casi por completo, apenas dejaban entrever trazos de piel clara bajo ellos. Aun así, eran hermosos, brillantes, como si se hubieran esmerado al dibujarlos. Diana nunca había visto algo parecido, ni siquiera entre los moribundos. Llevada por la curiosidad, o por la fascinación, sus dedos se acercaron a la frente de su amiga hasta tocarla. Podía sentir el latido del corazón de Natalia sobre los trazos, el calor que emanaba su piel enfebrecida. Podía sentir como un líquido húmedo y caliente bajaba por sus dedos hasta la palma de su mano.

Aquello no podía estar pasando. No era posible que las dos hubieran creído ver la misma siniestra figura sin cabeza. No era posible que hubiera traspasado la pared y hubiera perpetrado esa atrocidad sobre la frente de Natalia.

Atemorizada, Diana observó aquella gota oscura y brillante que resbalaba por su propia piel. No podía ser tinta, debía ser otra cosa. Se fijó en el rostro de su amiga, y comprobó con horror que estaba surcado por incontables hilillos de ese fluido. Sintió que el suelo se deshacía bajo sus pies, y cayó de rodillas junto a ella.

-¿Qué ocurre? ¿Qué has visto? ¡Dímelo! ¡Dímelo! –gritaba Natalia mientras clavaba sus uñas en los brazos de su amiga. Ésta la cogió por las muñecas y la obligó a soltarla. Entonces Diana se dio cuenta de que las manos de su amiga estaban manchadas con la misma sustancia que cubría su cara.

-Dios mío, Natalia… ¿Qué te has hecho?

-¿Yo? ¿Que qué he hecho yo? ¡Ya te he dicho que ha sido él!

-Levántate, por favor.

-¿Adonde me llevas?

-Confía en mí. Ven conmigo, por favor –insistió, tirando de ella con las pocas fuerzas que le quedaban.

Natalia se levantó y se dejó guiar hasta el enorme espejo que cubría la puerta del armario.

-Por favor, dime qué ves –le pidió Diana mientras encendía la luz.

-No puedo mirar.

-Debes hacerlo. Necesito que lo hagas.

Desobedeciendo a su propio instinto, contempló su reflejo. Ignorando todo lo demás, se concentró en su frente. Lo que vio arrancó un grito que heló la sangre de su amiga.

-¡Los números! ¡Los números! Están ahí, yo también puedo verlos… -dijo señalando con un tembloroso dedo su frente y conteniendo la náusea que reptaba por su garganta.

-Escúchame. ¿Cómo son?

-Son rojos. Como dibujados con una cuchilla, o un punzón. Y grandes… tan grandes…

Diana suspiró, confortada por la convicción de que los números que describía su amiga no eran los mismos que ella podía distinguir cubriendo la totalidad de su frente como un macabro grafiti. Su oscuro brillo era tan intenso que no le había dejado las laceraciones sobre la frente de Natalia. Y dudaba que nadie que no fuera la propia Natalia, y ella misma, fuera capaz de distinguir números entre aquella red de arañazos...

-Ahora mírate las uñas.

Natalia la miró, extrañada, pero lo hizo de todas maneras. Sus uñas, sus dedos, sus manos… todo estaba cubierto de sangre. Se fijó entonces en el resto de su cara, que comenzó a girar a su alrededor, junto con la habitación.

-Él… Él me ha hecho esto. Te lo prometo. Ha sido él –consiguió balbucir antes de perder el conocimiento.

Aquellas palabras revelaron a Diana que a partir de ese momento su amiga necesitaba una ayuda que ella ya no podía proporcionarle.


*     *     *


El pasillo del hospital estaba vacío, porque cómo la enfermera había señalado la primera vez que pisó el edificio, en aquella zona las visitas eran bastante escasas. Diana ahora entendía la razón. Mientras avanzaba a través de la galería iluminada por tubos fluorescentes que parpadeaban sin cesar, procuraba no desviar la vista del frente, evitando los ojos que la observaban tras los pequeños ventanucos que se abrían en las puertas de las habitaciones. Como en sus últimas visitas, llevaba los auriculares de la radio casi enterrados en sus oídos, la música al máximo volumen que era capaz de soportar. Aún así, podía oír los gritos y los gemidos que salían de cada una de las pequeñas celdas que se desplegaban a lo largo del pasillo. La enfermera caminaba delante de ella, inmune a los sonidos y las miradas que inundaban aquel espacio. Al fondo, un amplio ventanal dejaba pasar la luz del sol primaveral. De repente, como si hubiera salido de la nada, una oscura silueta se recortó sobre la ventana. Diana se quedó paralizada durante unos segundos, temerosa de encontrar de nuevo aquella figura que la visitaba cada noche en sueños, hasta que se dio cuenta de que, fuera quien fuera, conservaba la cabeza sobre los hombros. Cuando llegaron a la última habitación, Juan la saludó con una sonrisa cansada.

-Gracias por esperarme, señor.

-De todos modos no podía entrar. Es usted la que tiene la llave –contestó él, resignado.

-Ya saben que normalmente no permitimos visitas conjuntas. Pero esta vez haremos una excepción, debido a la rápida y extraordinaria recuperación de la paciente. Cuando vi en el estado en que llegó, creí que no saldría de aquí en lo que le quedara de vida –Diana no tuvo más remedio que asentir, ella también había pensado lo mismo -. Pero ustedes mismos comprobarán que el cambio es, cuanto menos, increíble. ¡Y en tan sólo tres semanas!

-¿Cuándo podrá salir de aquí?

-Tendrá que seguir un tratamiento y continuar con la terapia y las sesiones con el psicólogo… pero creo que en un par de días podrá volver a su casa. Después de todo aquí no nos sobra sitio.

La enfermera giró la llave en la cerradura, y abrió la puerta. Natalia estaba sentada sobre la cama, leyendo un libro que debían haberle prestado en el hospital.

-¡Diana, Juan! ¡Qué alegría que hayáis venido a verme! Supongo que ya os habrán contado las buenas noticias. ¡Dentro de un par de días seré libre!

-Ya lo tienes todo preparado en casa. Si quieres podemos organizar una pequeña fiesta de bienvenida.

-Juan, ¿no se lo has dicho?

Éste negó con la cabeza.

-¿Decirme qué?

-Didi, no voy a volver a tu casa. Me gustaría regresar al pueblo, con mis padres. He sido muy feliz viviendo contigo estos años, pero necesito volver. Hay cosas que tengo que arreglar. Estoy segura de que lo entiendes.

-Claro que lo entiendo. De hecho, creo que yo también voy a hacer una visita a mis padres. Llevo mucho tiempo sin verles y seguro que les alegrará. Al estudio no le ocurrirá nada porque me tome unas vacaciones.

-Sería perfecto, en serio. No me atrevía a pedírtelo, pero es lo que más deseaba. Necesito que estés a mi lado, ahora más que nunca.

-Bueno, ya veo que entre vosotras os las apañáis de maravilla. Me pregunto qué pinto yo en todo esto.

-¡No seas celoso, hermanito! A las dos nos encantará estar contigo. ¿No es cierto, Didi? Además, a ti también te hará falta una buena dosis de ánimo ahora que tu mujer ha decidido cambiarte por su monitor de aerobic. Claro que tú tampoco te has preocupado mucho por impedirlo.

Diana miró a Juan, sorprendida. No tenía ni idea de que las cosas no funcionaran entre él y su mujer. Ahora entendía lo que tramaba su amiga al obligarlos a visitarla juntos. Esa chica no tenía remedio, aunque acabara de recuperarse de una crisis nerviosa.

“Genio y figura…” pensó. Pero no terminó la frase.


*     *     *


-¡Una más, una más! –gritó Natalia señalando su botella de cerveza.

-No sé si deberías, los médicos te dijeron que no puedes beber mientras estés con el tratamiento.

-Juan, debes estar ya tan borracho como una cuba. Llevo toda la noche bebiendo cerveza sin alcohol, idiota. Y Diana también. Eres tú el único que te has atrevido con el whisky.

Los tres amigos estaban sentados a la mesa del único pub que había en el pueblo, celebrando la vuelta a casa de Natalia. Diana no podía creer que su amiga se encontrara tan bien cuando quedaban poco más de cuatro días para su Cita. Pero por más que la observaba, no conseguía ver en ella ninguna señal que le indicara que empezaba a sucumbir de nuevo al miedo y la angustia. Por el contrario, Natalia se veía radiante, tan hermosa como los números que resplandecían sobre su frente. Durante las semanas transcurridas en el hospital, se había dejado crecer el flequillo hacia atrás, y ya no utilizaba gorros ni pañuelos, mostrando con un orgullo rayano en el morbo, las finas cicatrices que sus propias uñas habían dejado sobre ella.

El camarero se acercó con la última ronda de whisky y cervezas sin alcohol. Cuando se alejó, Natalia se levantó y alzó la botella.

-Quiero brindar, por los dos mejores amigos que una mujer pueda desear. Por ti, Juan, el mejor hermano que he tenido, y ahora que lo pienso, el único. Quiero darte las gracias por tu paciencia, tu apoyo y tu cariño incondicional. Te quiero muchísimo. Aunque nunca te perdonaré que me cortaras el pelo mientras dormía cuando tenía nueve años

Juan y Diana no pudieron contener las carcajadas al recordar a una Natalia llorosa que pedía a gritos que alguien le volviera a pegar sus rubios tirabuzones con Loctite.

-Y por ti, Diana –continuó-, ya hace mucho que dejaste de ser mi mejor amiga para convertirte en mi hermana. Aunque el tiempo y la distancia nos alejó, estos últimos cinco años han sido lo mejor que me ha ocurrido en la vida. Créeme cuando te digo que no los cambiaría por nada en el mundo. Me has enseñado a disfrutar cada instante sin preocuparme por el futuro. Te quiero, y siempre te querré, pase lo que pase.

Juan alzó también su vaso de whisky y Diana le siguió.

-¡Por la amistad! –exclamaron a coro.

Un rato después, Natalia apuró la última cerveza y se levantó, dando la reunión por concluida.

-Le prometí a papá y mamá que no volvería demasiado tarde. Mañana quiero desayunar con ellos antes de que papá se vaya al trabajo. Y después mamá me ha pedido que la acompañe a un vivero para recoger unas plantas que había encargado. Desde que va a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, no puede estar quieta un instante.

Tras pagar la cuenta –le tocó a Juan por mayoría de votos-, salieron del pub y fueron recibidos por un fresco aire primaveral, que les animó a pasear hasta el hogar de los hermanos. Diana se despidió de ellos –de Juan con dos tímidos besos en las mejillas, de Natalia con un abrazo que su amiga correspondió con tanta fuerza que casi la parte en dos- y echó a andar hasta su casa, que se encontraba a las afueras del pueblo. Nunca le había dado miedo caminar sola por aquellas calles vacías que le eran tan familiares. Sólo el ocasional ladrido de un perro rompía el silencio de la noche.

Un ejército de nubes rojas conquistaba el cielo desde el sur y con él llegaron las primeras gotas, que se fundieron sobre el asfalto. Unos minutos más tarde, una fina cortina de lluvia se derramó por las calles. Diana se dio cuenta de que había aligerado el paso de forma mecánica, y que el agradable paseo se había convertido en una especie de huida que la estaba dejando sin aliento. Aunque no era de la lluvia de lo que trataba de escapar. Todos sus sentidos se aguzaron, activados por la creciente sensación de peligro que la envolvía. La certeza de que alguien o algo la seguía se coló en sus agitados pensamientos, y la obligó a apretar aún más el paso. Al mirar hacia atrás, pudo ver como una enorme sombra de anchos hombros vacíos reptaba por las paredes de las casas y se dirigía directamente hacia donde ella se encontraba. Sin poder apartar la vista de la sombra, siguió avanzando con toda la rapidez que le permitían sus zapatos de tacón y el resbaladizo suelo, hasta que cayó de bruces sobre la calzada. Ahora podía oír sus pasos acercándose y su cuerpo se tensó esperando el frío abrazo de la muerte. Sintió unos dedos helados recorrer su hombro y su cuello, y en su interior, rogó por una nueva oportunidad.

-¿Estás bien, Didi? ¿Te has hecho daño?

Juan la miraba preocupado, sujetando sobre su cabeza con un solo brazo la chaqueta con la que trataba inútilmente de protegerse de la lluvia. Ayudó a la joven a levantarse, y se aseguró de que no había sufrido heridas ni torceduras. Sin embargo, cuando vio el pánico en sus ojos, supo que algo no iba bien.

-Cuando cerré la puerta de casa pensé que no debía haberte dejado volver sola hasta la tuya, y salí corriendo tras de ti. Siento no haberlo pensado antes. Dime la verdad… ¿alguien... alguien te ha molestado?

Diana sacudió la cabeza en señal de negación sin poder contener las lágrimas, y se echó sobre él, buscando la seguridad y el calor de su pecho. Juan la rodeó con sus brazos y besó su frente, sin encontrar mejor modo de consolarla. Allí permanecieron largo rato, abrazados bajo la pertinaz lluvia, hasta que el llanto cesó y la joven se apartó de él, como un niño al que descubren en mitad de una travesura. Trató de atraerla de nuevo, pero ella se resistió.

-Debo irme a casa. Estoy empapada, necesito una ducha caliente.

-No creas que voy a dejar que te vayas sola.

-¡No! No va a ocurrirme nada. Será mejor que vuelvas, se hace tarde.

-Me da igual lo que digas o hagas –insistió él-, no pienso dejarte marchar otra vez –continuó, al tiempo que ponía sus manos sobre el empapado rostro de Diana, impidiendo que ésta se alejara de él.

Lentamente, acercó sus labios a los de ella, ansiando el beso con el que llevaba soñando toda la vida. Notó que la fría resistencia que oponía se disolvía en segundos, y pronto sintió como le devolvía el beso con una mezcla de pasión y urgencia que encendió sus sentidos. Buscó su mirada, y vio que el miedo que hacía unos instantes invadía sus ojos se había esfumado por completo, dando paso a una ternura que no recordaba desde sus primeros años de instituto. Cogidos de la mano, se perdieron en la oscuridad de la noche, sin más compañía que la lluvia y el deseo.


      *     *     *


El sol se coló por la ventana del ático, sobre la que apenas quedaban restos de la antigua pintura negra que la cubría. Diana abrió los ojos y contempló al hombre que dormía profundamente junto a ella. Sabía que no tenía derecho a sentirse feliz cuando la Cita de Natalia estaba tan cercana. Pero lo era, tanto que se hubiera puesto a dar saltos en la cama como una chiquilla, y tan sólo se contuvo porque temía despertar a Juan. Su conciencia le decía que no debía seguir con aquello. Que ella no merecía siquiera conocer esa felicidad, ya que había causado mucho daño a la gente que le importaba: su abuela, sus padres, Natalia, el propio Juan… Sin embargo, el corazón le gritaba que debía aprovechar cada instante, porque su Cita podría llegar en cualquier momento. Y sabía que contaba con la bendición de su amiga, que no había parado de lanzarles indirectas desde que puso el pie fuera del hospital. La noche anterior, cuando creyó que había llegado su hora, había suplicado una segunda oportunidad. Quizá ésta era esa oportunidad… y no debía desperdiciarla.

Observó el rostro de Juan, ajeno al oscuro secreto que la torturaba. En sus rasgos aún podía distinguir al joven del que se enamoró. Retiró los mechones que caían sobre su frente, y contempló los únicos números que nunca le habían producido malestar, el único rostro que era capaz de mirar durante horas sin apartar la vista. Aquella fecha tatuada en su piel le decía que Juan vería crecer a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Presentía que acudiría a su Cita con una sonrisa en el rostro, rodeado por sus seres queridos. Y no podía ignorar el deseo de ser parte de esa familia que él estaba destinado a formar.

-Eh, buenos días, Pecosilla… ¿Qué tal te encuentras? –dijo aún somnoliento, tocándole la nariz con el dedo.

-No me he sentido mejor en toda mi vida –aseguró ella, buscando sus labios.

-¿Qué pensarán tus padres cuando me vean bajar?

-Pues pensarán que ya era hora. Y me apuesto lo que sea a que te invitan a desayunar.

Una alegre melodía interrumpió la conversación. Juan tardó casi medio minuto en localizar el teléfono entre el amasijo de ropa húmeda que habían arrojado al suelo cuando llegaron al ático.

-¡Buenos días, mamá! ¿Qué? –el tono de preocupación alertó a Diana-. ¿Qué ha ocurrido? Por favor, mamá, tranquilízate un momento y repite lo que acabas de decirme. ¿Dónde? Ahora mismo voy para allá.

-¿Natalia?

El asintió, incapaz de pronunciar una sola palabra. Mientras recogía su ropa, apenas conseguía contener las lágrimas. Diana también se vistió con rapidez, y juntos se dirigieron al hospital, donde les esperaba Natalia.

Diana se extrañó cuando en recepción le confirmaron que su amiga no se encontraba en la décima planta –la de psiquiatría- sino en la segunda. Siguió a Juan y a la enfermera a través del aséptico laberinto del hospital sin saber bien hacia donde iban. Al fin llegaron hasta la puerta de la habitación. La 205.

-Recuerden que es muy importante conservar el ánimo. En su situación, un ambiente positivo puede significar una mejora en su estado.

La madre de Natalia estaba sentada junto a la cama, con la mano de su hija entre las suyas. Apenas levantó la vista cuando llegaron, pero Diana pudo comprobar que tenía los ojos enrojecidos y le temblaban los labios. Su marido estaba de pie, junto a la ventana, observando a los niños que jugaban en un parque cercano. Parecía fuera de lugar, vestido con traje y corbata, como si no fuese aún consciente de lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

Natalia estaba tumbada en la cama, con los ojos cerrados. Todo su cuerpo estaba cubierto de cables, conectados a monitores que leían sus constantes vitales. Un tubo salía de su boca y llegaba hasta una extraña máquina cilíndrica que encerraba un fuelle de color verde en su interior. Aquella especie de concertina se encargaba de insuflar aire en los pulmones de la joven.

Juan fue el primero en atreverse a romper el silencio.

-¿Cómo ocurrió?

-Esta mañana la esperábamos temprano para desayunar –comenzó a relatar su madre, sin apartar la mirada del rostro de la que nunca había dejado de ser su niña-. Al ver que se retrasaba, subí a su dormitorio, por si se había quedado dormida. Al principio pensé eso, pues estaba acurrucada bajo las sábanas. Pero después, cuando no reaccionó a mi voz, supe que algo no iba bien. Entonces me di cuenta de que sobre la mesa de noche había un frasco vacío donde guarda los somníferos que suele tomar para dormir. Y supe que mi niña… que ella…

La mujer rompió a llorar desconsolada, y Diana se acercó a ella para abrazarla, sin poder contener su propio llanto. El padre, que seguía concentrado en los juegos infantiles que tenían lugar tras la ventana, continuó con voz apagada.

-Oí los gritos de tu madre y subí hasta el dormitorio lo más deprisa que pude. Cuando vi a tu hermana supe que nosotros no podíamos hacer ya nada, y llamé a una ambulancia. Los sanitarios le hicieron un lavado de estómago y consiguieron reanimarla, pero el médico nos ha dicho que no debemos hacernos ilusiones. Las próximas treinta y seis horas son vitales. Si no despierta antes, ya no.... Nunca tuve tiempo para jugar con ella. Nunca la llevé al parque. Pasaba más tiempo con mis compañeros de trabajo que con mi propia hija. Si lo hubiera sabido… si lo hubiera sabido…

Diana sintió deseos de contar a voces que ella sí lo había sabido, y que aquello no le había traído más que desgracias. Que lo que todos debían hacer era disfrutar cada instante, cada minuto de la vida, porque su Cita podía sorprenderles en cualquier momento, sin avisar. Sin embargo, guardó sus palabras en lo más profundo de su pecho, consciente de que el ser humano está condenado a creer que las desgracias siempre les ocurren a otros, y que la muerte pasará de largo hasta que ellos se hayan cansado de vivir. Abatida, dejó a la madre de Natalia y se sentó al borde de la cama, lugar que no pensaba abandonar hasta que el corazón de su amiga dejara de latir.


*     *     *


Juan consultó el reloj, aunque sólo había transcurrido un minuto desde la última vez que lo hizo. Diana apretó su mano, tratando de infundirle un ánimo del que ella misma carecía. Pese a su insistencia, la joven no había accedido a alejarse del lecho de su mejor amiga. Durante los dos días que llevaban allí, no había dejado de hablarle, recordando divertidas anécdotas de su infancia y de los últimos años en que habían vivido bajo el mismo techo. La peinó y maquilló, asegurando que Natalia no hubiera consentido que todos aquellos médicos que salían y entraban de su habitación la vieran sin arreglar. No dejaba de observarla ni un solo instante, en espera de algún movimiento que anunciara su recuperación. Siempre había admirado la fuerza que escondía Diana bajo su aparente fragilidad, pero las horas pasadas junto a ella en aquella habitación confirmaron lo que él siempre había sabido: que era la mujer con la que quería compartir el resto de su vida.

La puerta se abrió, y Juan supo que la espera había concluido. Su madre parecía haber envejecido veinte años en tan solo dos días, y su padre seguía en estado de shock, incapaz de aceptar lo que estaba ocurriendo. Tras ellos entró el médico, un hombre canoso y de baja estatura cuya mirada no presagiaba buenas noticias. Aunque eso Juan ya lo sabía.

-Si quieren, puedo dejarles a solas con ella para que se despidan. Por supuesto, pueden estar presentes en el momento en que desconectemos la respiración asistida. Como ya les he explicado, todo ocurrirá de forma rápida y sin sufrimiento para la paciente. Hemos hecho todo lo que hemos podido, pero la actividad cerebral es inexistente.

El médico guardó silencio, en espera de una respuesta o una petición que nunca llegaría. Dando su misión por concluida, salió de la habitación, aunque nadie se dio cuenta. Tras varios minutos, largos como horas, la madre de Natalia hizo acopio de valor para acercarse a ella. Le acarició la cara, besó su frente y le susurró algo al oído antes de sucumbir al quimérico alivio de un llanto sin lágrimas. Su marido trató de dedicarle una sonrisa. Con la voz rota, entonó las primeras palabras de la nana con la que nunca arrulló a su pequeña. En aquellos instantes, hubiera dado todo lo que tenía, todo lo que había ganado tras largos años de exigente trabajo por volver a acunarla, su bebe de ojos y pelo dorados. Sin poder contenerse más, estalló en sollozos y se alejó de la cama para perderse de nuevo dentro de aquel mundo en el que se había refugiado para no sentir nada.

Juan cogió la mano de su hermana y se la llevó a los labios.

-Te quiero, chiquitina –consiguió pronunciar antes de hundir su rostro en el pecho de Natalia.

Diana le acarició la cabeza, tratando de reconfortarlo. Entendía su dolor, porque ella también perdía el único amor fraternal que había conocido. Las únicas palabras que pudo murmurar a modo de despedida fueron “lo siento”, antes de sumirse también ella en un llanto silencioso.


*     *     *


El médico llegó acompañado por una enfermera. Él mismo desconectó la máquina que mantenía a la paciente con vida. Como había predicho, todo ocurrió rápidamente, y en unos minutos el único sonido que resonaba en la habitación era el interminable pitido que indicaba que el corazón de Natalia había dejado de latir. La enfermera confirmó la hora de la muerte: las 00:01 horas del día 20 de mayo de 2005. Al oírlo, Diana salió apresuradamente de la habitación y no dejó de correr hasta llegar al lugar donde había aparcado su coche. Buscó las llaves en su bolso, el cual arrojó al interior, arrancó y pisó el acelerador a fondo sin molestarse siquiera en ponerse el cinturón de seguridad e ignorando la llamada de Juan, que se acercaba corriendo desde la puerta del hospital.

A través del retrovisor, podía ver como todo se hacía más y más pequeño, hasta desaparecer por completo: Juan, el hospital, la ventana de la habitación de Natalia… fueron engullidos por la oscuridad de la noche. Ignorando todas las señales que encontraba a su paso, Diana no levantaba el pie del acelerador. Abrió la ventana y dejó que el viento golpeara su cara y alborotara su pelo. El gorro que llevaba puesto voló hacia la parte trasera del coche, pero ni tan siquiera se dio cuenta, ansiosa por sentir la descarga de adrenalina que siempre le producía la velocidad.

Cuando tomó conciencia de que había calculado mal el ángulo de la curva, ya era demasiado tarde para reaccionar. El coche se salió de la carretera y continuó su carrera campo a través. Diana frenó en seco, lo que provocó que el vehículo se desestabilizara y girara sobre sí mismo. Mareada y confusa, se esforzó por mantener el control, aunque a duras penas conseguía sostener el volante. De repente, oyó un golpe sordo… y la oscuridad se cernió sobre ella.


*     *     *


Lo primero que notó al abrir los ojos fue una creciente quemazón en la cara, que descansaba sobre el airbag. Sentía el cuerpo entumecido, pero no le pareció estar herida de gravedad, así que se incorporó con cuidado. Su cuello estaba rígido, intuyó que a causa de la forzada postura en la que lo había mantenido quién sabía durante cuánto tiempo. Decidió salir para calibrar los daños y averiguar dónde se encontraba, así que abrió la puerta –que para su alivio no se había atrancado- y se alegró al comprobar que la parte delantera estaba intacta. Sin embargo, la trasera se había golpeado contra un enorme poste publicitario y presentaba un aspecto lamentable. Siguiendo la dirección del poste, pudo distinguir las luces de la carretera.

“Ahora sólo queda que el coche sea capaz de arrancar, y podré volver a casa como si no hubiera pasado nada”, rogó mientras volvía a meterse en el coche y, esta vez sí, se colocaba el cinturón. Sacó la llave del contacto y volvió a introducirla. El suave ronroneo del motor le indicó que era un autentico superviviente. “Como yo”, no pudo evitar pensar. Desde el asiento del copiloto, su móvil comenzó a sonar. Sabía que era Juan, y aún así lo dejó sonar. No estaba segura de querer hablar con él. Aún no. Así que ignoró la llamada y con el miedo todavía metido en el cuerpo, reinició el camino de vuelta a su casa, esta vez sin rebasar los límites de velocidad.


*     *     *


Abrió la puerta con sigilo y se quitó los zapatos en cuanto cruzó el umbral, pues no se sentía con fuerzas suficientes para contestar a las preguntas con las que la ametrallarían sus padres. Subió las escaleras encogiéndose ante cada crujido de la vieja madera bajo sus pies y suspiró aliviada al alcanzar la seguridad de su ático. Al entrar, sus pies tropezaron con algo que le hizo perder el equilibrio. Se trataba de un sobre blanco, con tan sólo su nombre escrito sobre él. Reconoció la letra de Natalia, lo que provocó un ligero temblor en sus manos y que la cabeza, que aún sentía aturdida después del accidente, comenzara a darle vueltas. Encendió la luz, se sentó en el suelo y esperó unos instantes antes de abrirla. La carta estaba fechada a día 18, el mismo en que su madre la encontró casi sin vida.



Querida Diana:


Me voy con la tranquilidad de que entre nosotras ya no quedan secretos, ni palabras guardadas. Nos lo hemos dicho todo, lo bueno y lo malo, durante el tiempo en que hemos vivido juntas. Sé que pese a las veces que te lo he pedido, nunca dejarás de sentirte culpable por haberme revelado la fecha de mi muerte. Espero de corazón que el tiempo cure esa herida y que puedas ser feliz junto a alguien que te quiera (ya sabes a quién me refiero). Y ahora paso a contestar tu pregunta. ¿Qué por qué he decidido acudir a mi Cita antes de tiempo? Para ser sincera, por fastidiar. Aquí te dejo el texto de mi epitafio: Natalia Solís Núñez, nacida el 12 de agosto de 1975, fallecida el 18 de mayo de 2005. Natalia 1 – Muerte 0.


Espero haberte demostrado que es posible ganarle.


Con cariño,


Natalia


P.D. Siento haber cogido la llave que tu madre guarda bajo la maceta de rosas para colarme en tu casa. Y me ha alegrado mucho ver los zapatos de mi hermano junto a la puerta de tu ático. Espero que hables bien de su tía a mis futuros sobrinos.


Diana sonrió con amargura ante la ingenuidad y el atrevimiento de su amiga. Pensar que sería capaz de ganarle a la muerte en su propio terreno era algo muy propio de Natalia. Su único consuelo ahora era que nunca fue consciente de haber perdido la partida. Agotada, se levantó del suelo y se tumbó en la cama, donde se quedó dormida con la carta entre los dedos.

Un sonido estridente, como si alguien arañara la puerta con las uñas, la arrancó de su sueño. Le pareció que había alguien más en la habitación. Quizá su madre había subido para preguntarle por Natalia. Así que la llamó. La única respuesta que obtuvo fue aquel sonido chirrido insoportable. Diana retrocedió por la cama hasta que su espalda chocó contra el cabecero. Quienquiera que estuviese allí no era su madre. Entonces la vio, una oscura figura sin cabeza alzándose ante ella, con los brazos abiertos en señal de bienvenida, mostrando sus afiladas uñas y sus huesudas manos salpicadas de tinta. Impotente, observó como la sombra se acercaba a ella y le acariciaba el rostro con sus ásperos dedos. Después, le inmovilizó la cabeza con la mano izquierda, mientras con la derecha arañaba su frente con saña. Chilló enloquecida de dolor, convencida de que no podría soportar aquella tortura ni un segundo más.

-¡Despierta! ¡Despierta!

Diana abrió los ojos y comprobó aliviada que la siniestra figura se había desvanecido por completo. Le pareció que cientos de alfileres se clavaban sobre la piel de su frente. Se tocó la cara con las yemas de los dedos, esperando encontrar sangre o tinta sobre ella, pero no halló más que el sudor frío que empapaba todo su cuerpo.

-No era más que una pesadilla.

Juan se encontraba a los pies de la cama, en el mismo lugar donde hacía unos minutos había aparecido la sombra. La miraba de un modo extraño, como si fuera la primera vez que la viese.

-¿Qué estás haciendo aquí? Creí que te quedarías con tus padres en el hospital.

-Sólo hasta que se llevaron a Natalia. Después cogí el coche de mi padre y vine hacia aquí. Estaba preocupado por ti. No contestabas mis llamadas y me asusté. No comprendía por qué te habías marchado de esa forma. Aunque ahora empiezo a entenderlo.

Le mostró la carta de Natalia, agitándola frente a sus ojos.

-La tenías en la mano cuando llegué. No pensaba leerla, pero reconocí la letra de mi hermana. ¿Y bien? ¿Se puede saber qué es todo esto de la fecha de su muerte?

Diana no sabía qué contestar. La experiencia le decía que no desvelara por tercera vez su secreto, que hacerlo solo le traería dolor y muerte. El corazón le pedía que fuera honesta y dijera la verdad. Si quería compartir el resto de su vida con ese hombre, debía correr el riesgo y ser sincera con él. Decidió que llevaba demasiado tiempo haciendo caso a su razón, y comenzó a hablar. Le habló de aquél día en la cocina de la abuela Miriam, de la mañana en el cementerio, de su miedo a enfrentarse con la muerte de los que la rodeaban. Le habló de la fiesta de fin de curso, de por qué le rechazó en el instituto, de sus descabezados y de la tarde en la que convenció a Natalia para que se fuera a vivir con ella. Tampoco olvidó la noche de tormenta en que vio a la sombra por primera vez, ni las pesadillas que la torturaban cada noche, ni el sueño que acababa de tener. Cuando terminó, buscó los ojos de Juan esperando encontrar en ellos comprensión o consuelo. En cambio, tuvo que soportar una mirada llena de ira, desprecio y repulsión.

-¿Me crees, verdad?

-¿Qué si te creo? Claro que te creo… ¡creo que estás totalmente chiflada! ¿De veras crees que puedes ver esos números en la frente de las personas? ¿Cómo pudiste decirle algo así a mi hermana? ¿Cómo pudiste aprovecharte de su confianza? Tú tienes la culpa de lo que hizo. La has matado, ¿entiendes? Me da igual que ella te perdonara, o que pensara que le habías hecho un favor. Para mí siempre serás la responsable de la muerte de mi hermana. Deberían encerrarte en un manicomio y no dejarte salir nunca más.

Arrugó la carta y la arrojó sobre la cama. Diana alargó la mano buscando la de él con desesperación, pero Juan se retiró de un salto, cada gesto rebosante de furia mal contenida.

-¡No me toques! ¡No quiero que vuelvas a tocarme nunca más! –chilló.

-Por favor, Juan, tienes que escucharme –consiguió decir ella con voz entrecortada.

-No pienso hacerlo. Para mí ya no existes. Eras tú, y no mi hermana, la que debía haber muerto hoy.

Salió del ático como una exhalación, cerrando la puerta tras de sí con un golpe brusco. Diana se levantó y trató de ir tras él, pero las piernas le fallaron y se derrumbó ante la puerta. La frente le ardía, los cientos de alfileres convertidos en hierro candente.

-Sólo quería decirte que te quiero –susurró al vacío.


*     *     *


Juan podía sentirla tras la puerta. Contuvo el impulso de entrar y se dijo que debía seguir adelante con la decisión que había tomado. El amor, los recuerdos o la lástima no le harían cambiar de opinión. Natalia merecía que alguien limpiara su nombre. Su hermana no se había suicidado. Había sido manipulada por la retorcida mente de su mejor amiga, la persona en la que confiaba ciegamente. Todos lo sabrían.

Salió de la casa y desechó la idea de conducir hasta la suya. Prefería caminar, necesitaba pensar en todo lo que acababa de ocurrir. Repasó cada una de las palabras que Diana había pronunciado esa noche.

“Realmente está loca” pensó. “Está convencida de que esos números que ve son fechas, y para colmo, fechas relacionadas con la muerte. Ha perdido el juicio, cómo pude no darme cuenta. He desperdiciado mi vida amando a una mujer que nunca ha existido. Mañana llamaré al hospital. Alguien debe hacerlo”.

Las calles vacías amplificaban el eco de sus pisadas. Atravesó el pueblo enumerando las razones que justificaban su reacción y daban sentido al acto de traición que sabía que estaba a punto de cometer. Cualquier cosa con tal de evitar que su mente recordara lo que había estado a punto de decir al escuchar las palabras de Diana tras la puerta del ático: “Yo también te quiero”.

Sus padres aun seguían en el hospital, por lo que el vacío de su casa cayó sobre él como una pesada losa. Evitando las fotos familiares que su madre había colocado sobre la mesa de entrada, subió a su habitación. Sabía que unas horas más tarde sus padres le necesitarían en el mejor estado posible, así que se tumbó sobre la cama y cerró los ojos en un intento de recuperar fuerzas, consciente de que no sería capaz de dormir. Enseguida tuvo que desistir. Notaba que algo se le clavaba en la espalda, así que se incorporó para quitarlo. Era un sobre, con su nombre escrito en mayúsculas. Reconoció la letra de su hermana y sintió alivio al comprobar que no sólo se había acordado de Diana antes de morir. Debía admitir que parte de la ira que le inundó en el ático fue causada por los celos… Se suponía que él era su hermano y también tenía derecho a unas palabras de despedida. Ahora que esas palabras habían llegado a sus manos, no estaba seguro de querer leerlas. Hacerlo significaría decir adiós a Natalia para siempre.


*     *     *


Diana se dio cuenta de que sus padres no estaban en casa cuando después de los gritos y el fuerte portazo no subieron a averiguar qué estaba pasando. Concluyó que la madre de Natalia los habría llamado para comunicarles lo ocurrido, y que en esos momentos estarían ya en el hospital. Además, su padre era el abogado de la familia Solís, por lo que, conociéndole, ya habría tomado las riendas de la situación, ahorrándoles la burocracia que rodea el fallecimiento de un familiar.

Se alegró de estar sola. Giró la llave en la cerradura y se aseguró de que la puerta estaba bien cerrada. Se levantó y se dirigió al tocador. Miró su rostro y apenas se reconoció. Su mejilla derecha estaba enrojecida a causa del accidente. Tenía la cara llena de lágrimas, el pelo sucio y despeinado, y había perdido el gorro con el que solía protegerse. No podía culpar a Juan por su reacción. Entendía que no creyera ni una sola de sus palabras y debía darle la razón en algo: ella, y sólo ella era la culpable de la muerte de Natalia.

Comprendió que se había escondido de su destino durante demasiado tiempo. Estaba cansada de huir, de tener miedo. Sin Natalia, sin Juan, ya nada tenía sentido. Abrió el cajón del tocador y revolvió los pañuelos y los frascos de colonia hasta encontrar lo que estaba buscando.

Cogió las tijeras, y saludó con ellas a su reflejo, que le respondió con una sonrisa torcida.


*     *     *


Querido Juan:


Cuando descubras esta carta, todo habrá terminado. No hace falta que te diga cuánto te quiero, ni que te de las gracias por todo lo que has hecho por mí. En realidad, estas palabras no son una despedida, sino una explicación. Te conozco, y sé que en estos momentos estarás torturándote buscando las razones por las que he sido capaz de acabar con mi propia vida. En realidad, mi vida tenía los días contados desde hace un año.


Por entonces los dolores de cabeza eran tan fuertes y frecuentes, que acudí a la consulta de un médico, el cual me remitió al hospital para hacerme unas pruebas. Allí descubrieron que tenía un tumor en el cerebro, y que no era operable. Podría llevar una vida normal durante un año. Después, comenzarían las alucinaciones, la pérdida de memoria, la pérdida de funciones y movimiento y por último, la muerte. Me proporcionaron un tratamiento que aliviaría el dolor, y les exigí confidencialidad, algo que respetaron incluso cuando ingresé en psiquiatría. Pase lo que pase, no podrán proporcionaros información sobre el estado de mi tumor hasta mi fallecimiento, y en cualquier caso, será el padre de Diana, como mi abogado, quién podrá hacerlo. Él se encargó de arreglarlo todo y sé que dada su profesionalidad no me delatará. Pensarás que debía haberos hablado de ello, pero mamá estaba tan recuperada, y papá tan ocupado con su trabajo… Tu matrimonio hacía aguas y Diana… A Diana le hice jurar que nunca diría nada. Sé que no habrá incumplido su palabra, en cierto modo me lo debe, aunque estoy segura de que lo hubiera hecho de todas formas, a pesar de todo.


Soy plenamente consciente de que lo que voy a escribir ahora implica romper la promesa que le hice a mi mejor amiga hace quince años. La razón de que me atreva a hacer algo así es sencilla: sé que ella te lo dirá tarde o temprano. La conozco y no será capaz de estar a tu lado sin hacerte partícipe de su secreto. Y te lo digo yo, porque cuando lo haga, tú, el hombre de ciencias que sólo cree en lo que puede tocar, no vas a creerla. A mí, sin embargo, me creerás, porque soy tu hermana y porque he sido testigo de su don, aunque ella lo considere una maldición.


Si no estás sentado, te aconsejo que lo hagas ahora mismo. Allá voy. Diana tiene la facultad de ver la fecha de la muerte de cada persona grabada a fuego en su frente. A mí me dijo la mía, y si no llega a ser porque he decidido adelantarla yo misma sé que se hubiera cumplido de todas maneras. Yo era la única persona que conocía su secreto, por lo que en muchas ocasiones pude saber de la muerte de alguien del pueblo antes de ocurriera. Y nunca, créeme, nunca, se equivocó. Después se tatuaba la fecha en el brazo. Ella decía que era un homenaje, pero yo sabía que era una penitencia. Se castigaba por lo que veía y no podía decir.


Sólo espero que cuando te abra su corazón le hagas sentir que no debe tener miedo ni avergonzarse de sí misma. Hasta entonces, prométeme que guardarás el secreto y velarás por ella. Cuídala como ella ha cuidado de mí durante estos años, quiérela como ella te ha querido desde que tiene uso de razón. Sé que si lo haces, seréis felices, y yo con vosotros.


Te quiero.


Natalia


*     *     *


Diana estaba sentada en el suelo, canturreando una vieja melodía infantil, rodeada de incontables mechones de pelo negro. Sus manos manejaban las tijeras con lentos y eficaces movimientos. Procuraba que el corte estuviera tan a ras del cuero cabelludo como le fuera posible, tarea nada fácil teniendo en cuenta la longitud de su melena. En realidad, el tiempo había dejado también de importar. Sabía que todo tiene su momento. Que no por apretar el paso llegaría antes. Que no por salir huyendo llegaría después.


*     *     *


Juan releyó la carta una y otra vez, hasta casi memorizar su contenido. No entendía por qué no le había contado todo aquello antes. Un tumor… No debía haber ocultado algo así a su familia. Les había robado el derecho a cuidar de ella. ¿Y por qué el padre de Diana no había dicho nada? ¿Por qué la propia Diana no le había dicho nada? De todas formas no podía enfadarse con Natalia. Su hermana siempre había sido así. Un espíritu independiente y rebelde, reacia a dar explicaciones y a cualquier forma de control. En cuanto a Diana... Toda la furia, todo el desprecio que había sentido esa noche hacia ella se había convertido en vergüenza. A pesar de su escepticismo, sabía que Natalia le había contado la verdad. Y lo que más le dolía, es que había incumplido la única petición que ella le había formulado en toda su vida, y le había roto el corazón a la mujer a la que amaba. Le había asegurado que prefería verla muerta.


*     *     *


Con las tijeras aún firmemente sujetas, Diana se pasó la mano por la cabeza, sintiendo cada protuberancia, cada hueco del cráneo bajo sus dedos. Realmente había hecho un buen trabajo. Sacudió los mechones que pendían de su ropa y contempló la alfombra oscura que había creado sobre el suelo. Con una sonrisa en los labios se dirigió al espejo, dispuesta a enfrentarse a lo que su imagen le revelaría.


*     *     *


“Mañana por la mañana iré a pedirle disculpas. Es muy posible que no quiera escucharme, después de todo lo que le ha pasado esta noche. Le diré que estaba muy afectado por la muerte de Natalia y que no sabía lo que decía. Que sentí celos porque mi hermana no se hubiera despedido de mí y sí de ella. Que me daba miedo creerla y por eso reaccioné así. Que siempre la he querido, que voy a cuidar de ella durante el resto de nuestras vidas. Y tal vez no me perdone hoy, ni mañana. Pero con el tiempo lo hará, sé que lo hará”.


*     *     *


Sentada frente al espejo del tocador, Diana acarició la silueta de los números que aquella noche le habían tatuado sobre la frente. Porque ahora entendía que no crecían por sí mismos, sino que era la Sombra la que los grababa una y otra vez a fuego sobre la piel, y los ampliaba según se acercaba la fecha de la Cita. Ahora el dolor había remitido por completo, y no podía apartar los ojos de aquella obra de arte. Solo había visto unos números tan hermosos en la frente de Natalia. Eran tan grandes y tan brillantes como los de ella. En realidad no podía leerlos, porque estaban escritos del revés en su reflejo. Así que buscó lápiz y los copió en un pedazo de papel.

Repasó los trazos un par de veces, para asegurarse que se verían desde el otro lado del papel, y le dio la vuelta. Entonces se dio cuenta de que no eran como los de Natalia... eran exactamente los de Natalia. Miró las tijeras que aún sujetaba en las manos. Y supo lo que tenía que hacer.


*     *     *


Juan daba vueltas en la cama, inquieto. Incapaz de dormir, no dejaba de darle vueltas a todo lo ocurrido en esos últimos días. La imagen de Natalia al ser desconectada de la máquina que le proporcionaba oxígeno se mezclaba con la expresión de puro dolor de Diana cuando le gritó que no volviera a tocarle. Corroído por la angustia, se levantó y abrió la ventana, con la esperanza de que el aire nocturno lo despejara. Un cielo rojizo se extendió ante él y con las primeras gotas de lluvia, supo que aquella noche no presagiaba más que desgracias y sangre.

Sin pensárselo dos veces, salió corriendo en dirección a la casa de Diana, maldiciéndose por haber dejado el coche el coche allí, por su estúpido comportamiento, por no haber sabido leer las señales.


*     *     *


Diana se tumbó en la cama, con los ojos cerrados. El dolor y el miedo, vestidos de rojo carmesí, escapaban a borbotones de su cuerpo, que se hacía más y más liviano, vacío de culpa y remordimiento. Pronto ya no quedaría nada en su interior. Se irían las palabras, los recuerdos, el amor y la nostalgia. Ella también debía irse.

Tenía una Cita a la que no podía faltar.